Opinión | A vuelapluma

Europa: la primera vuelta del mundo

Los lugares, algunos, hablan. Soy un paseante despistado y alguna casualidad me lleva a la calle Na Jordana. No he vivido nunca aquí, pero los recuerdos heredados me traen aquí. Veo el lugar a través de los ojos de mi madre. Veo una calle que imagino gris, adoquinada, llena de pequeños talleres, gente humilde (una manera cortés de decir pobre) y niños en la calle mientras suena la flauta estridente del afilador y la voz del vendedor de helados. Es como pisar suelo propio cuando paso por la esquina donde estuvo la casa antes de aquella riada que lo cambió todo.

Esta tarde la calle está soleada y moribunda. Las casas rehabilitadas hace ya unas décadas reposan pacíficas. La única vida en las breves aceras la ponen algunos turistas. Los bajos están cerrados. No hay casi comercios. Como mucho, algún estudio de arte que ha de declarar públicamente y a voz en grito en la puerta a lo que se dedica para que no lo confundan con otro condominio de pisos turísticos y evitar que le planten un bloque de silicona en la cerradura como regalo matutino. La vida moderna.

La otra nueva ciudad golpea a unos metros, en la trasera del museo más moderno, icono hoy languideciente de una urbe que pudo ser. En un jardín de arte que quiso ser y no es han plantado unos iglús de plástico donde viven (malviven) algunos parias del siglo XXI, venidos de algún lugar lejano sin maleta ni equipaje. Una inscripción que demuestra que esto aún quiere ser un jardín de arte retumba extraña. «No hi ha res bo mentre no es faça» (Erich Kästner). La ciudad de los pobres y la de los turistas conviven casi sin mirarse. Podría ser cualquier ciudad. Es València. La nueva.

Podría ser cualquier otro barrio. Los vecinos de mis padres, tan jubilados como ellos, en su casa de ahora, en el extrarradio, se mudan: les suben el alquiler 300 euros y se van. Es València. Podría ser cualquier otra urbe.

Es Europa. Cae en mis manos el Libro de las despedidas, de Velibor Colic, un inmigrante bosnio en Francia. Un desertor de la guerra de los Balcanes. Un exiliado. Un huido, otro, que no se puede librar de la piel que vistió. «Cambiamos el fin del comunismo por el crepúsculo del capitalismo», dice sobre lo suyo. Lo nuestro: mudamos una tardodictadura por un atardecer neoliberal. Las guerras y las dictaduras no se detienen tan fácil, siguen matando y represaliando años después. Los tipos perdidos como Colic, de ningún sitio, afloran la esencia de lo humano. Como Juan Gil-Albert, otro exiliado, otro regresado a la ciudad, València, que ya era otra. Un día habría que hablar de ese poeta del que ya casi no se habla, aunque alguna efeméride también se cumple este año. Disidente para el fascismo, traidor para los suyos. Un hombre solo. De eso iba la vida.

Es Europa. De eso van estos días. Puede no parecerlo, pero lo de mañana es la primera vuelta de unas elecciones en las que el mundo que nos formó puede salir apaleado. Iba a escribir ‘la democracia se la juega’, pero me cuestan estas frases definitivas, que necesitan tiempo y espacio. Estas elecciones serán importantes, pero las de noviembre, en Estados Unidos, lo serán más. No quiero poner adjetivos fatalistas porque necesito ahuyentar las hipótesis más negras.

El mundo de hoy puede resumirse así: Europa, donde la democracia liberal resiste, aunque la presión de las nuevas democracias impuras crece, con Rusia como gran contrapunto. Estados Unidos, la potencia en retirada, donde la amenaza autoritaria puede ser clave para el devenir de esta civilización. Hispanoamérica, donde la erosión democrática convive con experimentos políticos por contrastar. Asia, donde más han progresado los nuevos regímenes capitalistas esquivos a la democracia tradicional. Y África, el solar donde el resto del mundo continúa abocando sus escombros (materiales y morales).

En eterna caída y con todas las imperfecciones, Europa, nuestra parte de Europa, continúa siendo el lugar donde mejor resiste la convivencia entre economía liberal (el intervencionismo es menor que en Estados Unidos en muchos elementos) y protección social (estado del bienestar). Bastante de eso, de intentar sostenerlo o de replegarse hacia un continente más nacional y menos solidario, está en juego en estas elecciones. Bastante de nuestro mundo estará en juego en noviembre si Donald Trump, despechado y con ansia de aplastar todo lo que se aleje de su ideal y su interés, se impone.

Espero que Europa resista. Lo espero porque quiero un lugar donde otros Colic puedan seguir soñando en bibliotecas públicas con libros de Kafka que salvar para que sigan estando en las estanterías de nuestras conciencias. Quiero ciudades donde seguir sintiendo el placer de descubrir una librería nueva, que parece hecha para ti, con los libros que tú elegirías para otros. Aún pasa. «Nunca cambiamos. Siempre somos los mismos», leo a John Banville. Hoy, en esta calle que no es mía pero forma parte de mi pasado, no sé si eso significa que estamos destinados a revivir un pasado indigno. Hoy, en esta calle donde de alguna manera también nací, confío en poder derrotar al catastrofismo.

Es Europa. Es el mundo. Es 2024.