Opinión | Visiones y visitas

Coches y bombillas

Ha germinado y crece a buen ritmo la inquietante, la perturbadora, la horrible sospecha de que los automóviles a motor han tomado el mismo derrotero que las bombillas de filamento; el espantoso recelo de que suena para el vehículo eléctrico la embustera salmodia que sonó en su momento para la bombilla de led, a saber: que dura más, que contamina menos y que preserva, por tanto, el medio ambiente. Una idea verdaderamente halagadora, como todas las falacias. Un concepto incontestable. Nadie se atreve, hoy por hoy, a parecer antiecológico. Pero es una idea que sólo funciona en el reino etéreo de lo abstracto. En la práctica, en la experiencia diaria de cada cual, se hace patente la decepción, el amargo desengaño de que las bombillas led, mucho más caras y de más complejo mecanismo, se funden o cortocircuitan enseguida. Fallan a las primeras de cambio, despertando entre la población la nostalgia de aquellas bombillas de filamento, reliquias antiguas ahora, que pasaban desapercibidas durante décadas porque daban sin problema ninguno su luz cálida y acogedora. Eran duraderas, maravillosamente simples y baratísimas, por lo que no daban pie a la obsolescencia programada. Un alambre sutil, encerrado sin oxígeno, que ardía y brillaba sin consumirse a imitación de la zarza bíblica. Una tea incombustible. Uno de los inventos insuperables de la humanidad, junto con la rueda, el libro y la estilográfica —nada entrega mejor la tinta en el papel—. Incluso cuentan las leyendas que los atrapados en Alemania oriental durante los años cincuenta y sesenta lograron fabricar, empujados por la miseria, bombillas indestructibles.

Hoy, sin embargo, no pueden comprarse bombillas de filamento. Ni siquiera se producen. No es uno libre de gastar más en electricidad para iluminarse. No hay más alternativa que las costosas, alevosas y fallutas bombillas de led. No hay, por imposición administrativa y precepto ecologisista, otra opción disponible. No hay filamento en el mercado. Hay led y circuito, y con el circuito el temor, la suspicacia, el barrunto de un tenebroso control, de un zafio espionaje burocrático —cuándo encendemos la luz, de qué tipo, durante cuánto rato—. Es la vorágine del dato, la locura del big data.

Pues lo mismo sucederá, sucede, preocupa que suceda con los coches: que desaparecerán los de combustión, gasolina o diésel, que tan bien funcionan, que son tan fiables y que duran tanto, y nos obligarán a comprar los eléctricos, prohibitivos y efímeros, uniformizadores y ridículos, llenos de circuitos y de conectividad. Y sabrán cuándo usamos el coche, dónde vamos, qué velocidad alcanzamos, qué programas de radio escuchamos, qué música preferimos y hasta de qué hablamos. Encima el coche durará menos, como las bombillas de led, los electrodomésticos, las bolsas de patatas y los tubos de crema. El fenómeno se llama «reduflación», y el vehículo a pilas, como en su día la bombilla de led, es el engendro más reciente y lucrativo.

Cientos de ignorantes conducen ya una bombilla de led. Miles de snobs tecnológicos, que venían informando puntualmente a la cúpula del trueno de su ritmo cardíaco, de sus pautas de sueño, de su consumo calórico, de sus pasos, de sus andanzas y de la madre que los parió, la informan ahora también de sus peripecias automovilísticas. Millones de incautos, que ya perdían el tiempo viendo series y magazines, perderán ahora el dinero actualizando el software a la bombilla y cambiándola, completamente fundida, con escandalosa frecuencia.