Opinión | Visiones y visitas

Recalcitrante

No sabe uno si es que tiene un sentido crítico extraordinario, si es muy independiente o si es un puñetero de marca mayor, pero el caso es que se da uno perfecta cuenta de los tejemanejes audiovisuales, de la organizada, exhaustiva y pertinaz campaña de sugestión que llevan a cabo los medios, de la ingeniería social o pastoreo humano que tiene lugar cada vez que las multitudes conectan el televisor, el ordenador o el teléfono móvil. Se da uno cuenta de todo eso y permanece insumiso. Ve uno con estupenda claridad que la consigna, desde hace tiempo, es que viajemos; que la intención es incitarnos a viajar, convencernos de que si no viajamos nos perdemos la felicidad, la plenitud y hasta un supuesto nirvana que, dicho sea de paso, significa el vacío mental o el grado máximo de la memez; y que para ello proliferan los programas, programitas y programetes de viajes, los documentales, documentaletes y documentalurrios de viajes, los reportajes, reportajillos y reportajoncios de viajes en los que una modelo caducada, un actor en horas bajas o un embajador jubilado nos cuenta su alborozo ante la miseria sudanesa, la saña de los bichos amazónicos o la sofocante congestión de los trenes indios. Y no sabe uno, como ha dicho, si lo suyo es independencia o espíritu de contradicción, pero nota uno que no le afectan lo más mínimo estas burdas maniobras; que sigue sin ganas de acudir al garito del tardeo; que nada enturbia su certeza de que la dicha humana está en el silencio y el sosiego y no en el ajetreo, el bullicio, la inquietud y el mal del ímpetu —para saber qué cosa es el mal del ímpetu no hay más remedio que leer El mal del ímpetu, graciosa novela breve de Iván Goncharov—.

Se mantiene uno insensible al espoleo mediático, inmune a la retórica televisiva, insobornablemente ajeno a la manipulación colectiva e incapaz de averiguar a qué se debe tamaña singularidad. No ha tenido uno especial afición a viajar, pero conoce uno a otros que tampoco la tenían y sin embargo, desde que han recibido el bombardeo mediático, ya no alientan si no parten ipso facto hacia esos mundos, hacia esas maravillas, hacia esos indescriptibles alegrones que les tiene preparados, do quiera que vayan, el negocio de la hostelería. Gentes que alentaban felices en su casa, en su entorno y en su vacación se pirran ahora por el viaje. Individuos a los que unos días de asueto bastaban para la convalecencia laboral precisan hoy la «escapada», el mutis por el foro, la tocata y fuga para sentirse mejor. Vivían contentos y ahora son reos de insatisfacción. Les han infundido un malestar gratuito, un reconcomio sin causa, y todo por haberse dejado persuadir de que no pueden morirse sin haber trepado al Machu-Picchu o de que la vida no tiene sentido sin haber buceado en Tailandia. Están convencidísimos y desniveladísimos, ansiosísimos y prestos a pagar lo que sea con tal de largarse. De ahí la extrañeza, la perplejidad que uno siente. Porque ha estado uno expuesto a las mismas artimañas audiovisuales pero no le han hecho a uno el menor efecto fuera de un cierto hastío e incluso irritación por lo insistentes y chapuceras.

Ha tenido uno que pararse a meditar el porqué de semejante invulnerabilidad; y como no se ve uno más inteligente ni con mejor criterio que los demás, ni sus niveles de apatía, si bien algo elevados, están fuera de rango, uno ha concluido que, muy a su pesar, es un recalcitrante.