Opinión | Ágora

La letra y el espíritu

El bipartidismo consensual, que llevó a que las fechorías de unos cubrieran las de otros, no volverá. Pero el dualismo confrontacional en el que los dos grandes partidos se hallan instalados no encierra una menor aspiración al bipartidismo que aquel anterior. El antiguo aspiraba a hacerse con el espectro del centro. El nuevo aspira a hacerse con los votantes de los extremos para que todo sigo igual. El acuerdo de renovación del CGPJ no cambiará las cosas. Responde solo a una línea roja. Como dijo Feijóo, en una ocurrencia cercana a la mala fe, Sánchez ha entrado en el pacto porque se lo ha impuesto Europa. Como si él hubiera pactado por voluntad propia.

Solo Europa tiene capacidad soberana para imponer una frágil línea roja. Y lo ha hecho porque sabe que es un asunto de mínimos. La nueva dirección europea emergente no está dispuesta a verse de nuevo arrastrada al ridículo que la saliente ha tenido que soportar en este asunto. Y en realidad es lacerante para Europa que el bipartidismo europeo consensual funcione para elegir a Von der Leyen y a Costa -el más conservador de los socialistas europeos- y que aquí los mismos socios se empeñen en la confrontación brutal.

Nada cambiará, sin embargo. Ha bastado la amenaza de VOX de romper los gobiernos regionales, para que el acuerdo sea interpretado desde la confrontación. Esto es obvio porque el PP no puede ocultar la derrota de sus puntos de vista. La cara de González Pons defendiendo el acuerdo era uno de esos poemas que escribe en sus ratos libres. Nombrar consejeros y disponer de la ley de reforma de elección no serán procesos «simultáneos». Los consejeros harán luego la propuesta, si las musas los inspiran. Dudo que lo hagan.

Se ha cumplido la ley de los tiempos consensuales, aquellos propios de una instrumentalización bipartidista de la justicia que tiene -como todavía vemos con frecuencia- ribetes de indignidad, reflejada incluso en las actitudes personales. Un demócrata no tiene mucha más razón para sentirse feliz por este consenso que la que tuvo para escandalizarse de la actuación del CGPJ eternizado. Un consenso de este tipo es el que llevó a esa lamentable eternización. Su lógica fue la de una indigna instrumentalización de la justicia, igual en los tiempos tranquilos que en los de confrontación.

Lo que necesitamos es un debate parlamentario franco y serio sobre una ordenación de todo el poder judicial -incluida la fiscalía-, y es una lástima que el reciente informe de la Fundación Cotec de 2024 no incluya nada relacionado con la innovación institucional en la Justicia, de la que depende la calidad de nuestra democracia. En todo caso, algo resulta claro: si las propuestas de los nuevos consejeros va a misa, ya estará aceptada la completa capacidad soberana de unos funcionarios públicos de generar su propio estatuto. Esa no es la forma de proteger la democracia. Sería la forma de instalar en el seno de la democracia, y precisamente en la cima de sus garantías, un principio extraño a ella.

Y este es el problema básico. La política española, demasiado tiempo anclada en el imaginario del arcanum propio de la vida cortesana, no sabe nada de un debate capaz de dar razones para mejorar las instituciones realmente existentes desde la reflexión crítica. Así que lo más probable es que se apruebe el nombramiento de los veinte consejeros para que todo los demás quede para la batalla y el manejo «behind the door». En todo caso hay demasiadas plazas por cubrir en el escalafón como para que la lucha acabe en algo diferente del reparto. Así que la previsión más razonable es que se cumpla en la letra con Europa, para que todo siga con el mismo espíritu. Ahora las decisiones se tomarán por la vía interpuesta del nuevo CGPJ, con lo que nadie puede alegar politización de la justicia una vez consumada su completa politización bipartidista. Una vez más, la mala fe como método.

Sin embargo, la batalla genuina, a la que no puede negarse el Parlamento, es si se va a aceptar que el poder judicial constituye una sociedad perfecta, capaz de organizarse a sí mismo sin ninguna relación con el fundamento democrático del Estado, o si se encontrará algún método -que los hay- para que no sea un ámbito soberano dentro del Estado. Que los jueces elijan a los jueces, puede ser algo bien visto en Europa, con otra cultura cívica, pero aquí es una barbaridad. ¿O ya hemos olvidado acercarnos al aspecto modélico de las instituciones norteamericanas para nuestra democracia?

España tiene un problema específico. Pues aquí bastantes jueces llegan a serlo casi por un arcaico sistema de cooptación -jueces que preparan a candidatos a jueces-, basado en pruebas que no siempre garantizan el riguroso anonimato de los candidatos y que constituyen en sí mismas un atropello a la inteligencia por la índole del examen y de la preparación. Si jueces así formados eligen a los jueces para los cargos supremos, de los que depende nuestra existencia ciudadana y política, eso no sería sino el camino para la formación de una casta de señores de la ley, algo que solo podría ser aceptado por un pueblo sin dignidad. Así que la batalla legislativa está aquí: modernizar de forma orgánica la administración de Justicia con el doble y debido respeto a ella y al pueblo español.