Opinión | Visiones y visitas

Puertas abiertas

Nos abren un día las puertas del Congreso. Nos dejan entrar y sentarnos en los escaños. Tocar lo que tocan, ver lo que ven, transitar por donde transitan, estar donde suelen estar pero sin ser lo que son los diputados españoles. Nos invita el trueno, antruejo, antrojote, sin que sepamos ni quizá sepa él por qué, a sentirnos por un día electos y selectos próceres.

Puede que pretendan mitigar envidias populares, o convencernos de mil dificultades y dos mil sufrimientos inherentes a su alcurnia, o distraernos de que aquello es lo que parece: un sinfín de comodidades y privilegios pagados por el erario y un pasar el tiempo insultándose impunemente a grito pelado.

Puede que traten de infundirnos la idea de que hay algo más, un trabajo detrás, un algo increíble pero cierto que justifica los grandes emolumentos, las dietas y las adehalas. No lo consiguen.

No se va satisfecho el público con haber sido rey por un día; ni siquiera convencido, sino escamándose tonto y recelándose burlado —conque aquí es donde «trabajan», rodeados de auxilios a mansalva, de fámulos y facilidades, de lujos y refinamientos—. No han calculado bien, quienes organizan el día de puertas abiertas, el efecto que puede tener. No han pensado en lo contraproducente que puede resultar; en que la chusma sintiéndose diputada por un día es como un bracero ruso de 1907 pasando el día en la mansión del terrateniente: populacho confirmando el barrunto de su imaginación, el pensamiento que le martillea el cerebro en las noches de insomnio y en los asuetos de quieroynopuedo; pueblo llano comprobando en toda su angustiosa realidad lo bien que viven los de arriba y lo triste, lo falso, precario y decepcionante que puede llegar a ser un sucedáneo. El día de puertas abiertas, lejos de acercar el poder al pueblo, evidencia y profundiza el abismo que siempre los ha separado. A lo mejor no es buena la transparencia cuando hay tanta diferencia —ojos que no ven, corazón que no siente—. A lo mejor no es aconsejable hacer que la plebe, cuando todavía no ha llegado a la ignorancia supina, sienta el engaño en toda su crudeza.

Puede ocurrir que los paganos, al ocupar el sitio de los pagados, experimenten algo parecido a una revelación; que se les ponga cara y conciencia de tontos; que por influjo y hechizo del sitio y el momento se les materialice delante la espantable figura, el horroroso ectoplasma de su dontancredismo y su pagafantismo; que se den cuenta de su inmensa insignificancia y su denigrante subalternidad; que acaben abiertos los ojos en vez de las puertas y el vulgo salga de allí escaldado cuando no indignadísimo. Uno, si cobrase tanto por hacer tan poco, dudaría mucho a la hora de abrir el inmueble a los curiosos y darles a probar la opulencia.

Probablemente prefiriese uno, por evitar visiones, apariciones e irritaciones, tirar de relato, prodigar palabras —tan sufridas— o esconder los cortinajes y las alfombras, retirar los cuadros y la pasamanería, cerrar con llave los despachos, dar descanso a los mucamos y quitar los precios del ambigú antes de franquear el paso.

Pero luego ve uno el regocijo del visitante, su curiosidad por los tiros de ayer y su indiferencia por las broncas de hoy, el alborozo con que ocupa los escaños, la beatitud con que saluda, sonríe, parlotea y mirotea, lo patricio y aristócrata por un día que se figura y lo feliz que con ello se queda, y comprende la calma del trinitrotolueno. n