Opinión | Visiones y visitas

Selectivo

Es ya una tradición anual hablar del selectivo —prueba nefanda, reválida que sólo revalida el desinterés, la inacción y la malicia de los políticos—, y debe seguir siéndolo mientras el selectivo exista. Ahora se llama ebau, sin duda porque alguna lumbrera se ha dado cuenta de la carga denigrante que lleva lo de «selectivo» y ha propuesto esconderla bajo una sigla. Pero no cuela. Es un escándalo demasiado notorio; una perversa traslación de culpa sobre la joroba de quien ha superado el bachillerato. Porque la razón de ser del selectivo es la falta de plazas en las universidades para dar una oportunidad a cada vocación. Faltan sillas, y la cúpula del trueno, trinitrotolueno, en vez de ponerlas, impone a los estudiantes el juego de la silla, como si lo asimilado en un aprendizaje obligatorio indicase lo que se puede lograr en un estudio querido e ilusionado; como si no pudiera ser, por ejemplo, un gran médico, fascinado por todos los matices de su oficio, quien ha superado un bachillerato gran parte de cuyas asignaturas le parecen insulsas cuando no irrelevantes.

El armatoste político no es quien para «seleccionar» a nadie. Su obligación comienza y termina en proporcionar los medios para que cada cual desarrolle sus inclinaciones profesionales. Por eso es tan humillante la ebau, que cercena vocaciones colgando el sambenito de un escaso nivel académico, cuando el nivel que falta es político. Pocos abusos de poder tan enquistados como éste; y pocos ejemplos de sumisión ciudadana tan llamativos. En realidad, los estudiantes de bachillerato son casi tan culpables de que se mantenga el selectivo como los políticos, porque se prestan a competir por unas plazas para las que han demostrado ser aptos; porque admiten sin rechistar las reglas de un juego absurdo. Si la mili —aquella caca— terminó, también puede acabar el selectivo. Todo el mundo tiene derecho, una vez aprobado el bachillerato, a intentar su vocación. Se supone que las carreras universitarias no se regalan, de modo que allá cada uno con su éxito y su fracaso. Puede que la revolución pedagógica, ya imprescindible, deba empezar por arriba, imponiendo a nivel universitario el respeto a toda inclinación intelectual, además de su tutela en las edades más tempranas. Quiere decirse que las preferencias naturales del estudiante deben ser discernidas y potenciadas pronto; que la enseñanza del futuro —del presente— pasa por la personalización del currículo; que no es de recibo un bachillerato de ciencias con Lengua, Literatura, Historia, Filosofía o Deporte, y menos todavía una secundaria con trece asignaturas; que mucho hablar de las inteligencias múltiples pero luego las endiñan todas a todos. ¿No será mejor, en vez de la horrible operación descarte, llenar las facultades con ilusiones jóvenes y el futuro con la sorpresa del bachillerando mediocre convertido en graduado brillante? Recuérdese que la desmotivación preuniversitaria se debe a la imposición de unas materias discordantes con unas predilecciones ya muy marcadas. Cuánto sueño habrá malogrado el selectivo, el trinitrotolueno administrativo, que mata las vocaciones, alimenta las ambiciones y luego se queja, verbigracia, de la falta de médicos y de los pocos que, entre los pocos que fueron eminencias bachilleres, eligen atención primaria.

El selectivo es la primera en la frente, un timo, un zurriagazo inicial del sistema para bajar los humos juveniles. Y la cuestión, el tema, el asunto, la clave de nuestro tiempo está en si algún estudiante se plantea estas cosas o se limitan todos a trasponer el portón del chiquero cuando lo ven abierto. n