Opinión | Tres en línea

Con las cosas de comer no se juega

Cuando hablamos de financiación de lo que hablamos es de los recursos con los que se pagan los servicios públicos que reciben los ciudadanos. Es decir, del Estado del Bienestar

Banderas de las comunidades autónomas.

Banderas de las comunidades autónomas.

«Vivimos en un Estado federal clandestino», le oí quejarse al tristemente fallecido Pedro Solbes cuando era vicepresidente del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. El modelo de las autonomías, único en las democracias de nuestro entorno, ha tenido sin duda la virtud de deparar décadas de progreso a este país. Pero el falsete que representa, al haberse configurado de arriba abajo («café para todos»), sin un auténtico debate transversal y, sobre todo, sin establecer una nómina de derechos y obligaciones que garanticen la equidad del sistema y la lealtad institucional, ha generado distorsiones y desequilibrios cada vez más onerosos.

El sistema de financiación es flagrantemente injusto. Y su renovación debía haberse acordado en 2014. Es decir, si el mandato del Consejo General del Poder Judicial caducó hace cinco años, el sistema de financiación periclitó hace el doble. No estoy poniendo en línea una cosa y la otra. La renovación del Consejo (cuya continuidad a estas alturas es simplemente un escándalo) afecta nada menos que a la división de poderes que está en la esencia misma de la Democracia. Pero cuando hablamos de financiación de lo que hablamos es de los recursos con los que se pagan los servicios públicos que reciben los ciudadanos. Es decir, que incide sobre la línea de flotación del Estado del Bienestar.

A lo largo de los años el sistema se ha ido desequilibrando hasta hacer la situación insostenible. El principio de ordinalidad, aquel que en román paladino supone que nadie puede aportar tanto a un sistema que se empobrezca por ello, se ha roto en casos como el de la Comunidad Valenciana, por ejemplo, la autonomía, junto con Andalucía, Murcia y Baleares, peor tratada en el reparto de los recursos y la única que figura como contribuyente neto al sistema y sin embargo recibe por debajo de la media nacional. Las comunidades con más población están obligadas a responder a una demanda de servicios que aumenta de forma exponencial. Las menos pobladas tienen que prestarlos a un coste multiplicado por la dispersión. Pero todos los ciudadanos, vivan donde vivan, tienen los mismos derechos y esa es una línea roja infranqueable.

El Estado ha ido poniendo parches, en forma de fondos de compensación, avales y créditos. Pero eso sólo ha conseguido mantener en mínimos en algunos casos la prestación de servicios básicos y, a cambio, que la deuda de las comunidades peor financiadas crezca a niveles imposibles de sobrellevar. En definitiva, se ha tirado el balón para adelante pero en ningún modo se ha enfrentado el problema, que ha ido creciendo de la misma forma que ha ido aumentando la mochila que cargan las comunidades que asumieron en 1983 competencias, sobre todo en Sanidad, Educación y Servicios Sociales, con transferencias por parte del Estado que ya en origen no cubrían los costes de prestar esos servicios.

La solución no es fácil. «La manta no lo cubre todo», me explicaba de forma harto gráfica el economista Ángel de la Fuente, director de Fedea, la fundación que más estudios realiza sobre este asunto y cabeza de la comisión que su día se nombró para proponer soluciones que ningún gobierno quiso escuchar. Sería necesario un gran pacto de Estado en el que todas las comunidades participaran. Pero, si eso ya era difícil en el pasado («Algunos tienen que perder algo para que la cuenta salga, ¿pero qué presidente va a volver a su comunidad diciendo que ha cedido?», reflexionaba De la Fuente), mucho menos lo es ahora en medio de una polarización política extrema y con el independentismo catalán de nuevo cogiendo vuelo.

Lo que no caben son «modelos singulares». Ya tenemos uno, el concierto vasco, cuyo cálculo del cupo (el precio que se atribuye a los servicios que presta el Estado en esa comunidad) es el gran arcano de la contabilidad española. Otra fórmula «singular», esta vez para Cataluña, pactada fuera de los mecanismos institucionales que existen para organizar el Estado, sería seguir indefinidamente en la inestabilidad y ahondar en la discriminación.

La solución, respetando las necesidades de cada parte, sólo puede venir de un acuerdo global. Lo contrario sería correr el riesgo de pasar de ese modelo «federal clandestino» del que se lamentaba Solbes, a un pastiche confederal vergonzante, al menos en lo fiscal, decidido entre dos partidos en el marcó otra vez de la negociación de una investidura, pero cuyas consecuencias nos afectarían a todos. En este caso, Sánchez no puede hacer de la necesidad virtud. Porque para un socialdemócrata no debería ser virtuoso romper un principio como el de la redistribución de la riqueza.