Opinión | Un millón

La democracia como un fado

Toda poesía –y la canción es una poesía ayudada- refleja lo que el alma no tiene. Por eso la canción de los pueblos tristes es alegre y la canción de los pueblos alegres es triste. El fado, sin embargo, no es alegre ni triste. Es un episodio de intervalo. Lo formó el alma portuguesa cuando no existía y deseaba todo sin tener fuerza para desearlo (…)», escribía Fernando Pessoa. En un intervalo parece estar instalado el momento político actual. No es alegre ni triste, como el fado según Pessoa. El debate público se envilece y la democracia va perdiendo legitimidad mientras mantenemos el empeño de seguir creyendo en la construcción de un mundo mejor. Menos mal, pero creer en ello es arremangarse por ello.

Sabemos que el pasado de un pueblo, la historia, ayuda a explicar y entender su presente. Nuestra democracia, que se construyó desde la ambición de ver superada la oscuridad de la dictadura, brilló con luz propia durante aquellos años en los que la sociedad española vivía su propia transformación y modernización. Eran tiempos en los que la política se ejercía de otra forma, con más razones y menos emociones. Lo de hoy es harina de otro costal. Caracterizada por la tensión y crispación que de forma constante hacen subir los decibelios del ruido político. Porque es eso lo que en muchas ocasiones se escucha desde las tribunas de los parlamentos, ruido. Y se hace sin reparar en las consecuencias que ello tiene en la ciudadanía. Entre otras cosas, porque los procesos de transformación, avance y desarrollo social se lideran desde la política. Y, peor aún, porque la crispación se acaba trasladando a la sociedad. Desde que se formó el actual gobierno socialista, el tono no ha dejado de subir. Que la noche de fin de año un grupo de manifestantes ultras apalearan un muñeco simulando ser el presidente del Gobierno, da cuenta del nivel de tensión que se ha provocado. O, todas aquellas manifestaciones a las puertas de las sedes del Partido Socialista. El futuro, que algún día será presente, se está escribiendo de esta forma.

Es muy difícil el diálogo en estas condiciones. Cuántas veces hemos hablado de la democracia en España como el ejemplo de un gran consenso político y social. Sin embargo, hoy parece imposible establecer un marco político que, sin renunciar a los diferentes planteamientos partidistas, oriente el debate público hacia posiciones más reflexivas. Lo que «vende» es la bronca. Es evidente que el auge del populismo tiene mucho que ver con todo ello. Y, especialmente, el partido ultraderechista Vox. Sus postulados respecto a la migración, la negación de la violencia contra las mujeres o, ahora, las leyes de concordia, dejan meridianamente claro de dónde vienen y a dónde van.

Se puede dudar de muchas cosas, pero que la mayoría de la sociedad española no quiere volver sobre su pasado, no cabe ninguna. Una ausencia de duda sobre la que debería cuestionarse algunas posiciones el Partido Popular. Porque una cosa es que una organización política minoritaria haga esos planteamientos, y otra muy distinta es que los secunde un partido como el PP. Por ejemplo, hace unos días, en la campaña electoral catalana Feijóo endurecía el discurso en relación a la inmigración ilegal en su particular competencia con Vox. O, el arrastre hacia posiciones claramente neofranquistas en los ejecutivos autonómicos donde gobiernan en coalición.

Sobre cómo se supere el intervalo actual, habrá futuro para la democracia. Con planteamientos retrógrados, desde luego, no será posible avanzar. El fado portugués que nace de la nostalgia, de la tristeza, es la canción del pueblo. No dejemos que la democracia, que es el gobierno del pueblo, acabe instalada en el recuerdo de lo que un día fue, como un fado.