Para lo que nos queda en el convento

El testimonio de un grupo de mujeres que se reúne a diario en el particular espacio de emancipación en el que se convierte el vestuario de una piscina municipal de Barcelona

Aguagim

Aguagim

Álvaro Pons

La capacidad ingrávida de una piscina es maravillosa: de alguna manera, esa flotación nos conecta directamente con aquellos meses que pasamos en el vientre materno. Metemos la cabeza bajo el agua y los sonidos se atenúan hasta sentirse lejanos, mientras nos mecemos ajenos a la atracción de la Tierra. Las articulaciones olvidan los dolores que la edad y la gravedad han convertido en compañía cotidiana y los cuerpos, enfundados en coloridos trajes de baño, gorritos y gafas, dejan de lado su componente sexual para revelar una cómoda homogeneidad ajena a las formas y las arrugas que ya marca cada centímetro de la piel. Marina Sáez se fija en Aguagim (Ed. Finestres, edición en castellano de Garbuix, con traducción de Montserrat Terrones) en un grupo de ancianas que siguen las clases de gimnasia acuática en una piscina. Son doce mujeres que podrían estar en cualquier ciudad, en cualquier país, porque sus historias, que juntan más de un milenio de experiencias, son las que nos hablan de la única patria común que nos une de verdad a todos: el tiempo. El día a día cotidiano de unas mujeres que ya saben que ya pasó el momento de tener que preocuparse por un futuro que, probablemente, no llegue mañana. Conversaciones aparentemente anodinas sobre memorias, a veces divertidas, a veces tan crueles que duele la parsimonia con la que se expresan, lo asumido que estas mujeres tienen todo lo que han sufrido. Miran el pasado sabiendo que ya nada cambiará, que no hay segunda oportunidad, y su recuerdo es tan cáustico como paradójicamente amable. No hay ya rencor por lo que aconteció, ya no se reivindica nada porque ya no hay nadie a quien pedírselo. Fueron invisibles entonces y lo son ahora, pero da lo mismo: lo único que importa es el presente. Y en esa pandilla de ya amigas que se mueven al ritmo de Taylor Swift, intentando que las anquilosadas piernas se muevan con alegría, Sáez encuentra algo tan valioso y único como la vida. 

No los trascendentes pensamientos que llenan los libros de filosofía, sino esa que la paleta de colores eléctricos que usa la dibujante para perfilar los cuerpos ajados de sus protagonistas, en ese dibujo sencillo que encuentra en el término «vitalista» su razón de ser última, en la vida de verdad. La que se ríe de la muerte porque le gana la partida cada día obteniendo la recompensa de un día más, a sabiendas que mañana es posible que la parca se haya llevado a alguna de esas amigas. Pero han perdido el miedo porque quieren vivir lo mucho o poco que les quede sin temer a nada, conscientes de que para lo poco que les queda en el convento…  

Gozar de lo que nunca les dejaron, aunque sea algo tan sencillo como reunirse en esta clase de aguagim. Se podría pensar que Aguagim es un cómic más sobre la vejez, sobre ese proceso por el que todos pasaremos y que traduce la vida como el proceso de espera de la muerte, pero la obra de Sáez es todo lo contrario: es subvertir por completo la imagen tópica para celebrar la vida, en toda su extensión, en todo su conjunto de miserias y alegrías cotidianas, en mirar atrás y decir «ahí queda eso» para seguir adelante con los ojos cerrados, sintiendo que las salpicaduras del agua y la música de fondo son un regalo que hay que paladear y disfrutar como si fuese el último día, porque a lo mejor lo es, pero da igual, porque lo importante es vivir. 

Una lectura que nos recuerda lo mucho que tenemos.  

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