Poética del espía

‘Cualquier cosa pequeña’ participa de las intrigas de las mejores novelas, a las que Rafael Reig añade su ironía

Poética  del espía

Poética del espía

Alfons Cervera

Alfons Cervera

El novelón de Charles Dickens. A ver quién lo puede acabar sin que los brazos, después de la lectura, hayan de pasarse dos meses por lo menos en rehabilitación. Hablo de Casa desolada, una de las obras más reconocidas del escritor inglés. Todos sus libros eran así, como si se hubiera tratado en su momento de vender al peso. La ventaja de quienes leían esa novela -y otras parecidas- a mediados del siglo XIX era que se publicaban por entregas y se podía disponer de tiempos muertos para una lectura relajada y sin agobios de ninguna clase. Pues bien: en Bleak House y 1979 sitúa Rafael Reig su más reciente historia: Cualquier cosa pequeña. ¿Su mejor historia?, tal vez sí, me digo entre las de este autor por el que siento una especial debilidad. O sea: me gusta todo lo que escribe, desde aquella primera Sangre a borbotones a esta de ahora mismo, pasando por otra de sus primeras aportaciones a la literatura universal: Manual de literatura para caníbales. Hay bastante de ese manual en la que se acaba de publicar. Canibalismo, sí. Lo hacía Raymond Chandler con sus relatos. Los juntaba para convertirlos en novelas. Por eso algunas de ellas, como por ejemplo El sueño eterno, son como un rompecabezas en que resulta imposible cuadrar todas las piezas. A él le importaba un pito que nos hiciésemos un lío con sus muertos y sus asesinos. También lo hace Rafael Reig en Cualquier cosa pequeña, lo del canibalismo, digo. En su versión más deslumbrante.

Una novela de espías. Distanciada de las novelas de espías convencionales por medio de lo que es la imagen de marca del autor: la ironía. No faltan los ingredientes habituales. El jefe y los miembros del grupo investigador. El asesino que es aquí como un selectivo asesino en serie. La femme fatale. Bueno, aquí hay más de una, incluso alguna que aparentemente no lo era a la vista de la rutina cotidiana. Y sobre todo el detalle que nunca puede faltar en una buena novela de espías: las traiciones. Un espacio inventado: Isla Dragonera. Ahí el lugar que será el Centro de Documentación desde el que surgen todas las investigaciones. Piensen en Le Carré, o en Ian Fleming, o en Graham Greene. O estirando el hilo, hasta podemos llegar a los registros de aquellas series inolvidables de la televisión de los sesenta y setenta que fueron Misión imposible o Los Ángeles de Charlie. No les engaño a ustedes. Y aún menos con premeditación o negligencia. Lo decía Dickens y yo les digo que Cualquier cosa pequeña es una novela que te divierte y te llena de turbiedades interiores a destajo. Como toca que sean las buenas novelas. Lo difícil que resulta desenredar la madeja de los conflictos políticos cuando hay por medio apuestas sentimentales, o retortijones de tripas (o sea: la conciencia) que resuenan en los enladrillados de la noche extranjera: «Siempre pensamos que en los callejones y los descampados habitan todo nuestro espanto y los peligros que más tememos, pero no es así: lo que nos asalta en la oscuridad o a pleno día viene de lo que hemos olvidado de nosotros mismos, de lo que preferimos no recordar». La poética de las narraciones de espías más imprescindibles.

Hay mucho de esa poética en esta novela llena de otras novelas, de títulos que engrandecen la literatura de todos los géneros, de todos los tiempos. Encontrarte con versos que te rompen el corazón («Querer a otra persona es verla, yo te veo porque yo te quiero, dijo un poeta»), descifrar los nombres de sus autores como un juego de muñecas rusas que se van añadiendo no desde una boba pose culturalista, sino porque Rafael Reig sabe que para hacer encajar las piezas del puzle no valen postureos, y es ahí donde acudía yo mismo cuando antes les hablaba de la literatura caníbal que el autor de Todo está perdonado y El río de cenizas sabe construir mejor que nadie. Alimentarse de lo que antes no sobraba, como sucede con la poesía excelente. Y todo desde esa voz incógnita que narra la historia como si estuviera en todas partes. Indagar por parte de quien lee en esa identidad desconocida hasta que un día lo dice, se dice a sí misma esa voz y a partir de ahí nos abocamos al final de una historia que, sin perder la ironía, se vuelca en esos capítulos magistrales que firmarían sin ninguna duda los Greene y Le Carré que más amamos. Las palabras de esa repentina aparición que es Marta Galea: «A ellos les duele mucho que su opinión no se atienda; a nosotras nos da lo mismo, estamos acostumbradas, nunca nadie ha puesto atención a lo que decimos. Por eso escribo». Y la ensalada de tiros que acompañará las últimas huidas, el estruendo de las explosiones, los cuerpos carbonizados en piruetas circenses como en las ruinas escondidas de Pompeya….

… y como en las mejores novelas de espías, la mirada del adiós o las que se adentran en lo más profundo de la melancolía. Cada cual vuelve al sitio de donde salió sin saber si en ese instante serían posibles los regresos. El puzle es completado. Llega la hora del recuento: «A mi edad, la vida retrocede, se aleja; sin embargo, la infancia avanza hacia mí… Cosas pequeñas, baladíes. Todo se convierte en un fragmento, un lamento en la oscuridad o el ruido inaudible de otro corazón al callarse. Todo lo pequeño me salva, y vale por mi vida esta tarde». No sé los grandes libros salvan algo, alguna vida o sólo un rato de esa vida. No lo sé. Pero novelas como Cualquier cosa pequeña ayudan a pensar que a lo mejor sí, que a lo mejor no todo está perdido, aunque lo que dejamos atrás o lo que estamos esperando sea como una imagen desenfocada por la niebla de la incertidumbre. Lean esta novela, ¿vale? Y rían o lloren a su aire, como en aquella maravillosa canción de Kiko Veneno en esa obra maestra de la música que fue y sigue siendo Échate un cantecito…  

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