Baroja

Un viaje para adentrarse de lleno en Baroja y su mundo literario, los años de las inquietudes y zozobras juveniles que decidieron su carácter y vocación.

Jaime Siles

Jaime Siles

Leer a Baroja siempre es una experiencia gratificante. Lo es por su estilo, por su mundo y por su singular y personalísima percepción de los hechos y las cosas vistas y vividas por él. Estas Memorias suyas dan una puntual información sobre el modo en que su universo de escritor fue configurándose. La historia de su familia y sus recuerdos de las distintas ciudades en que pasó su infancia y juventud fueron para él determinantes, no menos que su ejercicio de la medicina rural y la gestión de una tahona heredada. Su visión de las deficiencias de la cultura española del Siglo XIX, su admiración por Huarte de San Juan, su vocación científica, pronto sustituida por la literaria, su afición a las librerías de lance, sus lecturas iniciales (Víctor Hugo, Alejandro Dumas padre, Eugenio de Sue, Zola, Daudet, Julio Verne, Federico Mayrrat, Gustavo Almard, los folletines, a los que siempre fue muy aficionado, Schopenhauer, Poe, Baudelaire, Dickens, Stendahl, Turgueniev, Dostoyevski, Tolstoi, Ibsen, y Nietzsche), sus primeras colaboraciones en la prensa de la época, la torpeza de Tamayo Baus, director de la Biblioteca Nacional, que prohibió el préstamo de libros literarios, así como la lectura de revistas y periódicos, su conocimiento de Galdós, sus juicios morales («el final del Siglo XIX y el principio del XX se distinguieron por los crímenes individuales. El XX se ha caracterizado por los colectivos»), sus descripciones de las personas («la madre era una chatorra gorda, con el colmillo retorcido y la mirada de jabalí») desfilan por estas intensas y sabrosísimas páginas. Relata cómo aún no había en las casas ni cuartos de baño ni electricidad, y se estudiaba y escribía «al calor del brasero» en comedores con «papel un poco ajado, con alguna estampa o algún cromo en las paredes y su lámpara mortecina y triste». Lo que, según él, no podía producir sino «ideas descentradas y románticas». Sus comentarios sobre los políticos del momento (Castelar, «que era un prestigio para toda España»; Ruiz Zorrilla, que «tenía el entusiasmo de algunos y la antipatía de muchos»; Pi y Maragall «que tenía partidarios fanáticos» y era considerado «un doctrinario»; y Salmerón, que era considerado «un gran filósofo y un gran orador») no tienen desperdicio. Prueba de ello es esta anécdota que refiere y pone en boca de Castelar: «Salmerón se cree un filósofo, y no es un filósofo; se cree un político, y no es un político; pero es el orador más grande de Europa, y no lo sabe». A lo que añade: «Este juicio debía de acercarse a la verdad. A mí siempre me chocó que los discursos de Salmerón, oídos, parecieran tan maravillosos, y leídos, fueran tan mediocres». Sus estudios de Medicina y su visión de la Universidad, que luego en El árbol de la ciencia novelaría, reciben aquí un tratamiento tan duro como detallado, como lo es también su percepción del Madrid de entonces: «Otras ciudades españolas se habían dado cuenta de la necesidad de transformarse y de cambiar; Madrid seguía inmóvil, sin curiosidad y sin deseo de cambio. Por eso era un pueblo de gran interés», como noveló en La dama duende, donde insiste en que en Madrid «un hombre, solo por ser gracioso, podía vivir. Con una quintilla bien hecha se conseguía un empleo para no ir nunca a la oficina», ya que «El Estado se sentía paternal con el pícaro, si era listo y alegre». Conoce muy bien el vascuence y cita y traduce no pocos versos de esta lengua. Afirma que hasta su vejez no comenzó «a leer los libros completos, con todas sus frases» y admite que no se extasía «con el sonido de una palabra» y que «con entenderla» le basta. La razón de ellos es que no cree «que haya relación alguna entre un sonido y una idea». Achaca a Simenon «un error fundamental» como, según él, lo es «mezclar el erotismo de la novela decadente y perversa con la novela policíaca». No omite comentarios racistas, muy propios de las ideas del tiempo en que se formó, y expone juicios de gran calado como éste: «gran parte de lo que actualmente se elogia parecerá tan malo dentro de medio siglo como hoy parece lo de hace ochenta o cien años». «La crítica erudita- afirma- no ha descubierto nunca nada». Analiza la jerarquía y división social del San Sebastián de su época, describe la mediocridad de quienes ocupaban las cátedras, respetando sólo a Cajal; expresa su opinión sobre Unamuno, del que siempre se sintió distante; califica a Wilde, d’Annunzio, Huysmans y Lorrain de «farsantuelos petulantes» y no duda en transcribir su impresión general del mundo, que le parecía «una mezcla de manicomio y de hospital», y de la política en España, que define como «un arte de la granujería», haciendo derivar de ello su más que profundo pesimismo. Valencia y Burjassot ocupan páginas importantes de estas Memorias, en las que expone también su antitaurinismo, que comparte con Azorín. Del padre Coloma dice que «era un pequeño Chateaubriand del Urola» y del krausismo, que era un «sarampión germánico de ínfima clase». La independencia de criterio, la inteligencia y la arbitrariedad van aquí de consuno. Tal vez por eso Baroja nos gusta tanto.

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