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La música de nuestras vidas

Mario Kempes.

Mario Kempes.

El primer lugar al que viaja la memoria no es a un gol, ni a una carrera en diagonal, ni siquiera a nuestra localidad del sector 5 de Mestalla. Lo hace a una noche de Pascua en medio de l’horta de Picanya, pegados el abuelo y el nieto a una radio escuchando en frecuencia AM la remontada del Valencia (4-0) al Barça en la Copa del 79, que alguien muy cercano considera el ‘mejor partido en la historia del VCF’. A la luz de las velas por una tormenta seca de abril, el estridente Héctor del Mar nos narró la remontada más feliz de nuestras vidas, mientras el resto de la familia la disfrutaba en el estadio. Seguro que fueron felices, pero no tanto como nosotros. A oscuras, anclados al transistor, entre trueno y trueno, ahí estábamos sintiendo el poder sobrehumano del ídolo intergeneracional como metáfora de la felicidad. El abuelo y el nieto en plena sintonía, unidos por una religión verdadera, no dictada en el colegio. La de sentirse a salvo porque el mejor, o sea Dios, no solo juega en nuestro equipo y es uno de los nuestros, sino que esta noche también ha venido a salvarnos porque nunca falla.

Para los ‘niños de Kempes’, cada uno en sus circunstancias, Mario es la pieza que hace encajar nuestro puzle de una infancia feliz. De esa otra infancia de la que algunos no queremos hablar, la presencia de Kempes, en cualquier caso, nos redimió. Ese dios era nuestro y de los argentinos y ya podíamos estar jodidos que siempre aparecía ÉL. Al otro lo esperamos hasta que nos cansamos.

El campeón del mundo no marcó aquella noche de radio y relámpagos, pero sobre él (sobre quién sino) se construyó la remontada gloriosa (4-1 en el Camp Nou). Forzó un penalti, surcó la banda izquierda como ya lo habíamos visto en Mestalla y asistió a Felman en el último gol, ya en la prórroga. Antes, el juego le obligó a cambiarse el pantalón en la banda, a la vista de todos, tras un agarrón ‘del bestia Costas’ (narró el locutor) que lo dejó en calzoncillos. Material de primera para forjar la leyenda.

La memoria del niño viaja también a momentos de Mestalla en forma de ‘flashes’: la noche de los cuatro goles al Rayo un sábado del 78, una falta de Mario al larguero y el brazo del vecino de asiento, Ximo (de Tavernes de la Valldigna), que me estrangula el cuello; el argentino clavándome su mirada redentora -o eso quise ver yo- en la grada de Numerada Cubierta tras un trallazo de penalti, el aficionado del sector 5 apodado el ‘Chemira’ llorando tras un gol no sé a quién ... y el canto de Mestalla, domingo sí domingo también, (KEEEEEMPES, KEEEEEMPES), que no es un flash sino la banda sonora de nuestra infancia. n