Opinión | Voces

Imbéciles

David Guerrero tiene 2O años. Es colombiano y vino a España hace un año con el fin de reencontrarse con su madre, María Carrizales, una mujer, de mediana edad que tomó la decisión hace unos años de salir de su país para dejar atrás un pasado no muy lejano de violencia machista y un presente más reciente de desamor. En busca, seguramente, de una mejor vida y de una mayor estabilidad en lo emocional y en lo económico. Ni David ni María tienen papeles, es decir, carecen de documentos que los definan y reconozcan ante el Estado como ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho. Con derecho a trabajar, por ejemplo.

Ella, era educadora social en su país de origen, pero en España cuida y limpia personas y hogares ajenos, igual que hacen en España miles de inmigrantes, en su mayoría mujeres, en espera de documentos y oportunidades que probablemente no llegarán y que las condenarán el resto de sus vidas al rol de cuidadoras. Trabajos tan esenciales como invisibles, sin los cuales el sistema se tambalearía. David está estudiando. Ya lo hacía en Colombia, aunque aquí no ha podido continuar con sus estudios universitarios y ha tenido que matricularse en un grado de Formación Profesional. Si todo va bien acabará sus estudios y con buena nota el año que viene. Eso sí, no obtendrá el título hasta que no logre la residencia y eso, no se sabe bien cuándo y cómo ocurrirá. Como mínimo tendrá que esperar dos años para iniciar el proceso de arraigo. Mientras tanto, este verano, por ejemplo, no tendrá prácticamente opciones ni para formarse o ni para trabajar. De forma legal, ninguna y ‘en negro’ quizás en alguna fábrica, en algún campo.

En realidad, hay otras opciones para conseguir permisos de residencia: trabajar en la hostelería, en turismo, en cuidados, donde tanto personal falta, según se quejan estos sectores. Para ello, sin embargo, necesita hacer un curso específico al que solo puede acceder tras demostrar al menos dos años de residencia en el país.

Conclusión, David permanecerá atrapado como el hámster en la rueda, viendo pasar el tiempo, en espera de que una puerta se abra. Mientras tanto, madre e hijo continuarán viviendo (y gracias) en un pequeño cuarto, en casa de un familiar que, tras la búsqueda infructuosa de casa propia, ha decidido acogerles. María sueña con alquilar un piso para ella y su hijo, pero alquilar es un imposible y no sólo por los elevados precios. Necesita una documentación que no posee, un NIE para formalizar el contrato.

David y María son dos buenas personas. La bondad es fácilmente detectable. El rostro la delata, pero también los actos. Hasta les costaría pedir un vaso de agua en casa ajena. Sin embargo, mientras intentan no desesperarse, actuar arreglo a las normas y sus posibilidades, algunos y algunas desde las instituciones, desde los partidos, desde las televisiones, insisten en vincularlos con la delincuencia.

La presidenta de las Corts, Llanos Massó, acaba de llamar imbéciles a quienes han celebrado en Francia que la izquierda haya frenado el ascenso de la ultraderecha, esa ultraderecha que emponzoña el clima social con prejuicios sobre las personas inmigrantes. Sí, la imbecilidad, como la bondad, existe y también es fácilmente detectable, en las palabras y en los hechos. La actual política de extranjería, que aboca a María y a David a la inútil e improductiva espera, es sin duda poco inteligente, pero, sin duda, es muy de imbéciles seguir apretando a quienes ni vienen con pistolas, ni cultivan odios.