Opinión | voces

Una pasada

Un colectivo de psicólogos clínicos de Reino Unido se ha disculpado públicamente por respaldar la administración de tratamientos médicos transgénero a niño/as. Ahora, hace unos días, se ha sumado el Colegio de Pediatras norteamericano: hay que poner punto final a los actuales protocolos promovidos para niños y adolescentes que expresan malestar con su sexo biológico, pues son enormemente nocivos. Como son pragmáticos, han llegado a esta conclusión una vez que han observado lo evidente y que la investigación ha puesto de manifiesto: las cirugías, los bloqueadores de la pubertad y las hormonas cruzadas exponen a los niños a graves daños físicos, afectivos, psicológicos, de identidad, psiquiátricos, etc.; y lo peor: de por vida. Estas intervenciones no mejoran el bienestar físico o mental de los adolescentes con disforia de género. Bueno, pues ya lo tenemos claro. Como en nuestro país, somos menos pragmáticos y más ideológicos, se tardará lo suyo en mover ficha. Pero no hay que experimentar más, ni jugar a ser más listos que la naturaleza. Las cosas se resuelven con paciencia, tesón y cariño; y no con planteamientos maximalistas.

De hecho, tanto en Gran Bretaña como en USA (a los que se han sumado ya varios países europeos) se están cerrando las clínicas que se abrieron a toda mecha para tratar la disforia de género y ganar unos euros. Ahora bien, los platos rotos, que son evidentes, ¿quién los pagará? Sin lugar a dudas los afectados y sus familias. Porque lo hecho es irreversible y no tiene remedio. Si hay angustia relacionada con la disforia de género (¡Vaya tela marinera! ¡Qué modo de referirse a la cuestión!) no hay que entrar como elefante en cacharrería, sino que hay que hacerlo con suavidad, tratando a ese joven con comprensión para que acepte su situación, poco a poco. En la inmensa mayoría de los casos quedará como una anécdota (eso sí, sufrida) de la tonta adolescencia y aceptará su cuerpo tal y como es, con toda normalidad; en cambio, si se le echa más leña al fuego, el desastre adquiere un calibre severo e irreversible, y ya no se trata de un suceso irrelevante e incluso cómico, sino de una alteración vital de primer orden.

Pero los adolescentes son, y todos hemos sido, muy vulnerables a las influencias exteriores, hemos padecido lo nuestro, hemos tenido nuestras dudas y frustraciones… y no ha pasado nada: es lo normal de la pubertad y la post-pubertad, de la apertura a lo desconocido, a la vida, a la sociedad, a la responsabilidad, a tantas cosas que nos han producido zozobra; y aquí estamos, sin traumas: porque las cosas no son estáticas y lo que nos causó desasosiego, en un momento dado, también nos sirvió para madurar nuestra personalidad.

Hay que hacer caso a la experiencia, al sentido común y a la evidencia científica, a la biología, y dejar de achicharrar a los niños, de bombardearlos con la identidad -¿no serás niño-niña?-, de atizarles bloqueadores de la pubertad, inyectarles hormonas cruzadas y alterarlos para siempre con las cirugías; y todo porque experimentaron una cierta ‘angustia’, en un momento en el que esto puede pasar sin que sea patológico; y, ¡Ay Dios mío! ¡Los tomamos en serio!, como si padecieran una tribulación insuperable y catastrófica.