Opinión | tribuna

Enfrentar las paradojas educativas

Se publican las listas de admitidos y admitidas en los diferentes centros educativos, en un proceso cuyo decreto ha sido recurrido y admitido a trámite por el TSJCV por discriminatorio. Se ha planteado el distrito único bajo el supuesto derecho a la libertad de elección de centro, y se ha permitido que algunos centros hayan incorporado entre sus «circunstancias específicas» condiciones como que los progenitores dispongan de un contrato laboral, o que no se trate de familias numerosas o monoparentales. Disponer de esta «circunstancia» otorga un punto extra, que a menudo es determinante.

Siguen operando en el sistema educativo muchos mecanismos que contribuyen al mantenimiento de las desigualdades sociales, y esto es especialmente grave cuando ya ocurre desde la propia norma porque entonces hablamos de violencia institucional. Del sistema educativo se espera precisamente lo contrario, que compense esas situaciones de partida que hacen que el origen cultural o la clase social influyan en la trayectoria académica, en el éxito o fracaso dentro del sistema educativo y en las posteriores trayectorias laborales y vitales. La clase social nos habla del nivel socioeconómico, pero también del nivel de estudios, del capital cultural o del capital social de las personas, y todo esto condiciona nuestra capacidad para tomar decisiones, nuestras expectativas y oportunidades. Precisamente por ese motivo la libertad de elección de centro no lo es para un número importante de familias. La realidad es que este «derecho» acaba generando más segregación escolar, algo de lo que en España vamos bien servidos como han venido apuntado diferentes estudios nacionales e internacionales. Cuando una norma educativa permite que centros educativos públicos y concertados incorporen criterios que claramente son discriminatorios deberíamos preocuparnos. Afortunadamente otros centros han utilizado su criterio para favorecer el acceso a familias con más dificultades. Es la paradoja del sistema: que una misma norma permita mostrar maneras tan diferentes de entender los fines de la educación.

Paradójico es también que una institución social fundamental como es la escuela y su cuerpo de profesorado vea cuestionada diariamente su legitimidad para educar en la comprensión de un mundo diverso y complejo, que necesita una ciudadanía muy consciente, formada y comprometida antes los grandes retos sociales, medioambientales y tecnológicos.

En 2021, la UNESCO publicó Reimaginar juntos nuestros futuros — Un nuevo contrato social para la educación, en el que hacía un llamamiento a que la educación no se limite a trasmitir conocimiento y formar especialistas, emprendedores y trabajadores eficientes; la educación debe tener una clara vocación social, y orientarse a que las personas creen bienestar no solo para ellos mismos sino para sus comunidades.

El profesorado, como agente fundamental del sistema educativo, tiene la legitimidad profesional y moral para reivindicar que es en el marco de la escuela donde se debe trabajar para combatir los discursos totalitaristas y la posverdad, para confrontar mensajes que naturalizan la desigualdad, que niegan la justicia social, el cambio climático, o el derecho a elegir la identidad de género. Es en la escuela donde se deben enseñar y practicar los valores que, desde la ética del cuidado, nos lleven a sociedades con más bienestar y más respetuosas con los otros y con nuestro planeta. Porque no somos nada si no somos capaces de entender nuestra vulnerabilidad e interdependencia. Si eso no lo tenemos todos y todas claro, mal vamos.