Opinión

Arqueología mínima

Arqueólogos trabajando en la fosa.

Arqueólogos trabajando en la fosa. / Natxo Francés

Nos pasamos la vida siendo los arqueólogos de nosotros mismos. Quiero decir que se nos va el tiempo estudiando los restos de lo que el tiempo hace con nosotros: convertirnos en restos también, restos de lo que fuimos. Se puede decir, sin temor a equivocarnos, que el yo es a cada instante los sedimentos que ese yo va esparciendo por el mundo. Y cuando uno se da cuenta, y hace un recuento cualquiera en cualquier día de su vida, comprende que su propia historia consiste en una acumulación desordenada de depósitos íntimos: las sobras de nuestra biografía en marcha.

En realidad, soy un inventario de cines desaparecidos, por ejemplo; los cines de mi ciudad, de mi infancia y juventud, y que un día cerraron para nunca más volver. Ay, los cines de antaño: el Tyris, el Artis, el Suizo, el Capitol, el Rex, el Goya, el Serrano. Qué se fizieron. Les escribí una balada nostálgica en cierto libro de poemas. No me acostumbro a que no existan. No me acostumbro a no existir del todo a través de sus perdidas matinales, de sus sesiones continuas, de sus estrenos.

Soy en el presente, un catálogo de bares y cafeterías que estuvieron abarrotados de gente ruidosa y feliz, y que no son más que fantasmas ocasionales en la memoria de algunos clientes. Y soy una lista espectral de restaurantes, y de fruterías de barrio, y de ultramarinos, y de pastelerías, y de supermercados, y de bodegas en las que se vendía el vino a granel extraído de toneles mostosos, y de kiosquillos de prensa, y de polvorientas librerías de tercera mano donde comprábamos tebeos de la Marvel, y de galerías de arte, y de colegios de chicas a cuyas puertas acudíamos como quien va de safari sentimental, mitad cazadores y mitad presas.

A mi censo fantasmático se han sumado hace unas horas los restos de la pandemia que andan esparcidos por casa, y que me hablan de un pasado reciente que parece haberle ocurrido a otro, en otro mundo paralelo, hace millones de siglos. De repente encuentro en el bolsillo de un pantalón una mascarilla olvidada, y regresa aquel miedo intangible que vivía en el aire, al acecho. Aún tenemos en algún rincón los frascos de gel hidroalcohólico con el que nos lavábamos las manos como posesos, y los documentos de vacunación, y el recuerdo de aquellas multitudes en cola dispuestas a recibir la pócima milagrosa venida del otro lado del planeta: AstraZeneca, Moderna, Pfizer. Parecen nombres de cines antiguos, ya desaparecidos. Dentro de poco, contaremos la pandemia a las generaciones siguientes como quien relata una película en blanco y negro a sus nietos atónitos.

No tengo que investigar tanto en mi necrópolis, porque cualquier tipo de arqueología posee una raíz triste: el hecho de vernos a nosotros mismos como curiosos objetos a punto de desaparecer.

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