Nos pasamos la vida siendo los arqueólogos de nosotros mismos. Quiero decir que se nos va el tiempo estudiando los restos de lo que el tiempo hace con nosotros: convertirnos en restos también, restos de lo que fuimos. Se puede decir, sin temor a equivocarnos, que el yo es a cada instante los sedimentos que ese yo va esparciendo por el mundo. Y cuando uno se da cuenta, y hace un recuento cualquiera en cualquier día de su vida, comprende que su propia historia consiste en una acumulación desordenada de depósitos íntimos: las sobras de nuestra biografía en marcha.
En realidad, soy un inventario de cines desaparecidos, por ejemplo; los cines de mi ciudad, de mi infancia y juventud, y que un día cerraron para nunca más volver. Ay, los cines de antaño: el Tyris, el Artis, el Suizo, el Capitol, el Rex, el Goya, el Serrano. Qué se fizieron. Les escribí una balada nostálgica en cierto libro de poemas. No me acostumbro a que no existan. No me acostumbro a no existir del todo a través de sus perdidas matinales, de sus sesiones continuas, de sus estrenos.
Soy en el presente, un catálogo de bares y cafeterías que estuvieron abarrotados de gente ruidosa y feliz, y que no son más que fantasmas ocasionales en la memoria de algunos clientes. Y soy una lista espectral de restaurantes, y de fruterías de barrio, y de ultramarinos, y de pastelerías, y de supermercados, y de bodegas en las que se vendía el vino a granel extraído de toneles mostosos, y de kiosquillos de prensa, y de polvorientas librerías de tercera mano donde comprábamos tebeos de la Marvel, y de galerías de arte, y de colegios de chicas a cuyas puertas acudíamos como quien va de safari sentimental, mitad cazadores y mitad presas.
A mi censo fantasmático se han sumado hace unas horas los restos de la pandemia que andan esparcidos por casa, y que me hablan de un pasado reciente que parece haberle ocurrido a otro, en otro mundo paralelo, hace millones de siglos. De repente encuentro en el bolsillo de un pantalón una mascarilla olvidada, y regresa aquel miedo intangible que vivía en el aire, al acecho. Aún tenemos en algún rincón los frascos de gel hidroalcohólico con el que nos lavábamos las manos como posesos, y los documentos de vacunación, y el recuerdo de aquellas multitudes en cola dispuestas a recibir la pócima milagrosa venida del otro lado del planeta: AstraZeneca, Moderna, Pfizer. Parecen nombres de cines antiguos, ya desaparecidos. Dentro de poco, contaremos la pandemia a las generaciones siguientes como quien relata una película en blanco y negro a sus nietos atónitos.
No tengo que investigar tanto en mi necrópolis, porque cualquier tipo de arqueología posee una raíz triste: el hecho de vernos a nosotros mismos como curiosos objetos a punto de desaparecer.