Opinión | Cambio climático

Joan Romero

Agua, política y políticas públicas

La emergencia climática es incompatible con las medidas de urgencia, con iniciativas aisladas y unilaterales y más aún con ocurrencias

Detalle del embalse de la Minillas, en Sevilla, con las reservas de agua en mínimos.

Detalle del embalse de la Minillas, en Sevilla, con las reservas de agua en mínimos. / EP

Disponemos de excelentes aproximaciones recientes sobre los riesgos y los costes billonarios y sociales del cambio climático, alertando de los efectos adversos, pero desiguales por razón de residencia, renta y género. Sabemos que los costes de no hacer lo suficiente ahora serán seis veces más cuantiosos que los recursos destinados a mitigación y que España está entre las regiones más afectadas, en especial algunas comunidades autónomas. Ya sabíamos que los procesos se extremarían y que los efectos serán más intensos en la Europa del Sur, en especial en las regiones del Mediterráneo. Francia ya ha abierto el debate sobre políticas de adaptación ante posibles escenarios de un aumento de la temperatura de cuatro grados hacia final de siglo.

La mayoría de los informes y publicaciones relacionadas con los efectos del cambio climático en España concluyen de forma muy similar desde hace décadas: alertando de la urgencia a la vista de las evidencias disponibles, criticando la ausencia de coordinación entre poderes públicos, reclamando a los distintos actores políticos la adopción de medidas para hacer frente a una situación de emergencia y denunciando la inacción de los gobiernos que impide o limita acordar una agenda con prioridades claras para impulsar políticas coherentes a medio plazo, acordes con la gravedad de una situación que puede empeorar con rapidez. El tempo político prevalece sobre el tempo ecológico.

¿Por qué es tan difícil en el caso español acortar distancias entre evidencias científicas y decisiones políticas? Mi hipótesis es que asistimos desde hace tiempo a un gran desacoplamiento entre “política”, “forma de hacer política” y “políticas”. Desajuste que se traduce en que las dos primeras prevalecen sobre el ámbito de las políticas públicas. Siendo la falta de impulso y atención a los efectos del cambio climático uno de los ejemplos más representativos. La polarización política, que básicamente es inducida “desde arriba” por los actores políticos, ha erosionado seriamente la relación normal entre partidos políticos y deteriorado los espacios de coordinación hasta niveles desconocidos de deslealtad institucional, imposibilitando así la formulación de políticas públicas que, en realidad, no son divisibles desde el punto de vista competencial.

La política se convierte de este modo en el principal obstáculo para acordar e impulsar políticas basadas en los principios de coordinación, cooperación y visión estratégica. Hasta el punto de invalidar y desactivar mecanismos esenciales, como la Conferencia de presidentes y las Conferencias sectoriales, para dar contenido a lo que debe entenderse por gobernanza multinivel. La paradoja es que solo desde la política y la forma de hacer política se podrá avanzar en la dirección adecuada.

La gestión del agua y los conflictos políticos que genera en España es el mejor ejemplo. La forma de referirse al conflicto (“guerra del agua”) ya es significativo.  La “politización” de la gestión del agua “despolitiza” el problema, impidiendo una correcta formulación de políticas rigurosas y acordadas y pensadas para el medio y largo plazo. Porque la emergencia climática es incompatible con las medidas de urgencia, con iniciativas aisladas y unilaterales y más aún con ocurrencias políticas. Las medidas de urgencia solo evidencian descoordinación, imprevisión, incapacidad de ejecución presupuestaria y desidia por parte de las administraciones públicas. La política de corto plazo, el recurso al victimismo, la búsqueda de rentabilidad electoral, el recurso a la judicialización, la ignorancia o negación interesada de las evidencias científicas sobre escenarios e impactos del cambio climático, el desinterés por explorar soluciones alternativas acordes con escenarios de escasez o la tendencia a anteponer los intereses de partido al interés general, siguen siendo la norma. La excepción es el acuerdo.

Lo que debiera ser una cuestión de Estado se esgrime como argumento central en campañas electorales y en fuente que alimenta el conflicto político y la crispación social en un contexto de polarización extrema y desinformación deliberada. Aquello que los actores políticos de una región defienden como un éxito, es percibido como fracaso en la región o comarca vecina. Unos “conminan” y “exigen”, otros “advierten”, algunos ignoran. Nadie se sienta para acordar y resolver y el fracaso de la política se acaba dirimiendo en los tribunales. Estos desencuentros institucionales y tensiones políticas inter e intra territoriales se agudizarán a medida que las consecuencias del cambio climático obliguen a gestionar un recurso básico en un contexto de episodios extremos y escasez creciente.

Esta es la paradoja: ante un problema sistémico, en un escenario insostenible marcado por la emergencia en muchos territorios, los actores políticos no son capaces de abordar la gestión del agua como una auténtica cuestión de Estado. Por el contrario, las administraciones han mantenido las tradicionales inercias productivistas y extractivas. Incumpliendo la normativa de contaminación por nitratos, favoreciendo la expansión descontrolada de macro granjas, subvencionando la expansión de regadíos, sobreexplotando acuíferos durante décadas, incumpliendo sus propios objetivos en materia de depuración, regeneración, reutilización y desalación (dejando incluso de invertir los presupuestos anuales asignados a tal fin), relajando los compromisos en materia de inversiones, anunciando el aumento de plazas turísticas en áreas ya saturadas en plena declaración de emergencia por sequía y no haciendo lo suficiente para adaptarse o mitigar los efectos del agua como riesgo.

No es un problema de normas e informes, sino de formas de entender la política y de estilos de gobierno. El discurso político en torno al agua no persigue escenarios acordados de transición hacia modelos circulares más eficientes y sostenibles. Sigue instalado en el enfrentamiento. Reclamando incluso trasvases cuando los datos demuestran que las precipitaciones en cabecera se han reducido de forma significativa. Exigiendo de forma unilateral “pactos nacionales”, mientras se banalizan y devalúan los escasos espacios institucionales ya existentes y se instiga el conflicto utilizando discursos populistas, responsabilizando al “otro” como forma de eludir su inacción y sus propios incumplimientos.

Los expertos indican que la situación se agrava y exigen acuerdos en torno a una nueva agenda de gestión del agua, para garantizar el uso de un recurso escaso y mitigar los efectos como riesgo: a) reutilización, depuración, regeneración, desalación; b) adopción conjunta de medidas para anticiparse o mitigar los efectos de sequías extraordinarias y recurrentes y daños por precipitaciones extraordinarias; c) reducción de la superficie regable y supresión de regadíos ilegales; d) eficiencia en la distribución de redes urbanas ; e) tasas y precios del agua; f) tasa turística para contribuir a los costes crecientes de depuración y desalación; g) control del estado ecológico de las aguas superficiales y químico de las aguas subterráneas; h) gestión sostenible de acuíferos; i) planes plurianuales de inversiones para salvaguardar humedales o espacios naturales. La agenda es urgente y la inacción pronto será punible de la mano de organizaciones sociales cada vez más activas ante los tribunales. Ya tenemos precedentes en Europa.

La organización territorial que nos hemos dado solo puede funcionar mediante acuerdos entre las partes que son Estado (gobierno central, Comunidades Autónomas y gobiernos locales). En caso contrario, nunca superaremos el modelo de gobernanza incompleto y disfuncional en el que estamos instalados. Todos los actores políticos en las distintas escalas son responsables, todos comparten competencias y todos deben cofinanciar inversiones. También las empresas tendrán que asumir su “responsabilidad ambiental corporativa”. Porque en esta “guerra” no habrá ganadores, sino que todos perderemos. Si no son capaces de salir del ciclo político, no resulta aventurado afirmar que la situación empeorará de forma rápida, los daños humanos serán más graves, los costes económicos se multiplicarán y existirán menos posibilidades de reversión de una situación que ya es crítica.