Opinión | Crónicas de la incultura

La feria de las vanidades

Dicen que la ciencia consiste en descubrir relaciones ocultas: puede ser, en cualquier caso me propongo realizar un ejercicio de ciencia recreativa. Es a propósito de las ferias. Hace unas semanas se celebró la feria del libro en Valencia y han tenido lugar igualmente las ferias de otras ciudades españolas; está a punto de comenzar la de Madrid, la única que glosan ampliamente los medios (tal vez porque son tan centralistas como todas las demás actividades económicas) ¿Acaso goza el libro de buena salud? Pues no sé que decirles. Por el número, casi inagotable, de libros que se editan, sin duda. Pero por índice de lectura la cosa pinta fea, se pongan como se pongan y lo disfracen con los consuelos que quieran. No hay cosa peor que engañarse a uno mismo, así que voy a dejarme de paños calientes. Parece ser que lo único importante de la feria es que exhibe a los escritores, viene a ser un muestrario de vanidades (y de vanidos@s). Hojeamos brevemente un volumen temiendo que en cualquier momento se acerque el empleado, que no te perdía ojo, para chillarte el precio o, peor aún, que el que se acerca sea el autor y te diga de sopetón cosas como «es muy bueno, lo he escrito yo», «entretiene mucho y no se puede dejar», y demás reclamos comerciales más propios de una verdulería. Visto lo visto, entenderán que a mí no me entusiasme la feria del libro. Puestos a hacer proselitismo libresco, creo que los libreros deberían programar algo más que presentaciones a las que solo acuden los amigotes del autor (sobre todo si hay bebida) y mesas redondas a las que no asisten ni ellos. ¿Y si organizasen concursos en los que los participantes revolviesen con los ojos cerrados un montón de libros en busca de uno en concreto? Tampoco estaría mal que las editoriales de diccionarios y obras de arte regalasen el libro más gordo del montón de pesados tomazos que el concursante ha logrado levantar. O que premiasen con un helado de chocolate a cada infeliz que se deja caer por la desierta caseta institucional. 

Una categoría superior en esto de las ferias la constituye la feria taurina. Aquí también hay exhibicionismo, pero con una dosis añadida de sadismo, que tampoco es mala propaganda. Ya se sabe que a los escritores les gusta sentirse perseguidos. Aunque dudo que los toros disfruten con la persecución, creo que ese ministro de la cosa que se dedica a sumar números negativos, o sea, que restan, no va por buen camino. Sus votantes no son toros sino humanos. Una confesión: a mí no me gustan los toros y me parecen una fiesta cruel. Pero pienso que el prohibicionismo no lleva a ninguna parte y es un mero ingrediente de la propaganda política. Supongamos que se acaba con las grandes corridas de toros. Muy bien. ¿Y los ‘bous al carrer’, toros de fuego y demás? Venga hombre, no hay pueblo que no los celebre con entusiasmo. Probablemente, cuando la España vaciada sea como la superficie de Marte, cada localidad seguirá llenándose una vez al año en el día de la fiesta taurina. ¿Y si en vez de tanto reclamo efectista intentan arreglarlo desde la cultura y la educación? Olvídelo, me apuntan por aquí, eso cuesta mucho tiempo y no da votos. Ah.

Toreros y escritores celebran ferias sado-narcisistas. Son ferias de vanidades, que, al igual que Vanity Fair, la de Thackeray que apareció en el Punch por entregas, deben más a los medios que a lo que de verdad hay detrás. Sin embargo, la feria ególatra por antonomasia es otra: la feria electoral. Los políticos son un cruce perfecto de animal salvaje y zalamero, igual que los dos gremios anteriores. Pero lo que no había pasado nunca es que un torero-escritor se creyese portador del mensaje divino, hasta el punto de reclamarse ganador de unos comicios sin haberlos ganado con el argumento de que la esencia de la patria no puede compartirse. Son como niños.