A Vuelapluma

Aspiradora cultural

Recomendaría a los nuevos responsables políticos mirar como mínimo igual hacia Madrid que hacia Barcelona a la hora de defender lo indígena. Porque el centro funciona también como aspiradora cultural de recursos, no solo económicos. Hay otro dumping, no solo el fiscal.

'El sátiro', cuadro de Antonio Fillol (1906).

'El sátiro', cuadro de Antonio Fillol (1906). / Museo Nacional del Prado

Alfons Garcia

Alfons Garcia

No es que ahora que son cien años de su muerte no toque celebrar a Joaquín Sorolla, que también ha tenido sus épocas de ostracismo en el pasado, de vilipendio de las altas esferas culturales en un país siempre dispuesto a desmerecer al que triunfa social y, sobre todo, económicamente. No se trata de eso, pero confieso que el exceso de celebración empieza a dejar sin aliento, por lo que supone de sobreabundancia y de olvido de los márgenes, de ocultación de los otros, que los hubo. 

Sucede además que la efeméride sorollesca ha venido a coincidir con un gesto de arrinconamiento de un contemporáneo. Hablo de lo sucedido con una de las obras más emblemáticas de Antonio Fillol, que hasta hace tres días (es un decir) se exponía en el Museo de Bellas Artes de València y que ahora ya no está, porque el Museo del Prado de Madrid la ha comprado a los herederos. Puede que para estos, y para el propio autor si pudiera opinar, sea una buena noticia, porque tener obra en una de las megainstituciones del arte en el mundo siempre es positivo, aunque acabe en un almacén, pero para los valencianos creo que no es buena noticia que la pintura (El sátiro) se haya ido alegremente, sin que ni siquiera se haya presentado oferta aquí. No estamos hablando de cifras millonarias, sino de 110.000 euros, una cantidad importante, pero no inasumible. La Colección Lladró (73 piezas) costó recientemente 3,7 millones al Gobierno de Ximo Puig.

Sabemos que siempre hay predisposición en este rincón para ofrendar glorias a España, porque significa ser alguien, pero al nuevo vicepresidente y responsable de Cultura, Vicente Barrera, y a su secretaria autonómica cazadora de agentes del pancatalanismo les recomendaría mirar como mínimo igual hacia Madrid que hacia Barcelona a la hora de defender lo indígena. Porque el centro funciona también como aspiradora cultural de recursos, no solo económicos. Hay otro dumping, no solo el fiscal. En un país perfecto, el Museo del Prado, con recursos y posibilidades lógicamente muy superiores al resto, no funcionaría como un competidor de los centros de arte periféricos. En ese país ideal, el Gobierno compraría una obra (si una comisión profesional la considerara relevante) y la distribuiría después a la pinacoteca más apropiada. En ese lugar idílico, organismos del Estado no serían rivales de un Gobierno autonómico, si es que la Generalitat hubiera pujado por la obra, que no lo hizo.

Y más allá de la cosa pública, está el drama de los bancos. Aquí pagamos la triste realidad financiera valenciana actual. Hagamos un poco de historia. Triste herencia, una de las mejoras obras de Sorolla, fue comprada por la Caja de Ahorros de Valencia allá por 1981 en una subasta en Sotheby’s de Nueva York por 22 millones de pesetas (algo más de 132.000 euros de entonces). La operación tuvo algo de simbólico, de recuperación de autoestima valenciana con el regreso de una pintura emblemática. En esta ocasión, no ha habido entidad alguna (ni semipública ni privada) que haya competido con el Prado. Así estamos, tras habernos fundido el sector financiero y bastante de autoestima en años de exceso y despilfarro.

Es verdad que hay bastante obra de Fillol en el Bellas Artes. Es verdad que podemos extasiarnos con El hijo de la revolución. Pero es verdad que Fillol es un raro, un autor social incómodo, de los que nos sigue poniendo el alma contra el espejo. En El sátiro (1906), puede que técnicamente floja (expertos dirán), pone a un abuelo llevando a su nieta, una niña, a la rueda de reconocimiento para señalar a su violador. Continúa siendo actual más de un siglo después. Igual que es actual la respuesta de la sociedad bien entendida ante el pintor: lo declararon «inmoral», ofensor de «la decencia y el decoro». No se merecía ser olvidado de nuevo por los suyos.