Por muchos motivos, debemos mirar con atención lo que estaba pasando en Estados Unidos. No tanto porque podríamos tener una situación parecida si no impulsamos las medidas oportunas de política social. Por supuesto que estoy a favor de esas medidas y no puedo dejar de saludar con satisfacción, al día siguiente de su entrada en vigor en el BOE, la instauración en nuestro país de la renta básica vital. Aunque hayamos sido uno de los últimos países europeos en promoverla, hay que saludarla sin medias tintas. Es un logro del Gobierno que nos permite asentar la percepción de que esta crisis no tendrá la respuesta de la anterior, la del 2008. Es vital asentar esta idea. Pero vincular solo la necesidad de estas políticas inclusivas con lo que está pasando en Estados Unidos nos priva de comprender lo específico de la situación americana. Pues se trata de identificar una agenda política presente en España, apoyada por FAES y por VOX.

Y esa es la cuestión central. Lo que sucede en América no es consecuencia solo de una política social nefasta. No viene inducido solo por la pobreza o la diferencia social. Los disturbios y pillajes vienen inducidos por otras realidades emocionales. Se producen porque esa pobreza y abandono se manifiestan en un país roto hasta la raíz, que ve atónito cómo se regresa a la situación de los años 60; y que asiste todavía más perplejo al hecho de que algo que se pensaba superado, nunca se había ido. La pobreza sola no toma ese rumbo. Sólo lo hace cuando no tiene manera de enfrentarse a otro problema todavía más profundo. Sus alas son la desesperación.

Nueve minutos. Es lo que estuvo un policía blanco con su rodilla aplastando la garganta de un ciudadano negro. Nueve minutos no es un pronto, un calentón, un rapto de ira. Los libertarios que exigen que el Estado no se meta en la vida de sus ciudadanos deberían empezar por exigir que la policía no los mate. Pues eso hemos visto, un asesinato a sangre fría. ¿Qué se siente cuando alguien te dice que no puede respirar porque tu rodilla le está oprimiendo la garganta? Durante 9 minutos, ¿qué sintieron los otros tres policías que lo miraban? ¿Ni una fibra de su mente tuvo la inclinación de prestar auxilio a una víctima inocente? ¿Qué concepto tenían de aquel conciudadano que lentamente moría bajo la rodilla de quién debía protegerlo? ¿Qué se tiene que pensar no solo para provocar esta escena, sino para asistir a ella sin intervenir? Y sobre todo, y ya que es un acto que cualquier persona imparcial repudiará como criminal, ¿cómo es que un agente del orden se atreve a cometerlo a la vista del mundo?

Estas preguntas no se responden con palabras como pobreza, desigualdad, miseria. Se responden con otra palabra: racismo. Pero para que no sea una palabra gastada debemos darle su relieve. Entonces percibimos en la mente de alguien el sentimiento de que la vida de un ser humano no vale el movimiento de rozar el hombro del compañero, de decirle ¡basta!, o ¡levanta!, o ¡suéltalo! Que una vida no valga ese mínimo esfuerzo, sólo puede brotar de un sentimiento oscuro, capaz de acallar todo sentimiento contrario de piedad. Pero que una vida no valga ni eso exclusivamente porque se trate de un ciudadano negro, eso revela un alma que ya está instalada en la frialdad segura de las evidencias de una máquina.

No debemos simplificar el síndrome del desprecio racista. Pero no lo hemos identificado cuando pretendemos describir un sentimiento. Ese prejuicio no funciona aislado, sin escenario, sin contexto, sin imagen social. Y esto es lo que merece un análisis adicional. En términos europeos, Floyd no representaba un peligro, no llevaba armas, no había cometido un crimen. Cualquier europeo se imagina una esquina de su ciudad y no puede interiorizar esta escena. En el imaginario de la policía estadounidense las cosas ocurren de otra manera. Ese será el contenido de conciencia del que quizá podrán usar pronto las máquinas. Pero mientras imaginamos esos robots del futuro, dejamos de percibir cómo los humanos se convierten en autómatas acríticos sin juicio. Esos policías presuponen que cualquier esquina alberga peligros, cualquier bolsillo un revólver, y cualquier ciudadano negro un criminal. Esa es la imagen racista.

Y lo imagina porque por doquier se alienta el uso de las armas, se proyecta el fantasma de que el negro es el enemigo, y se produce en él la desesperación que le inclina a serlo. El trato policial a los negros retroalimenta el propio imaginario de la policía que ve en cada negro a un enemigo. El sentimiento de culpa prepara los nuevos crímenes policiales, porque temen por doquier que la respuesta de un negro ya dé por descontado que va a ser asesinado. Que uno de cada mil negros muera a manos de la policía es una realidad macabra. Pero que otros sean testigos del crimen sin mover un dedo, sugiere otra reflexión. No se mostrarían tan indiferentes si no se imaginaran que van a ser cubiertos por la superioridad.

En este caso, superioridad significa que el Presidente Trump animase a los ciudadanos indignados a que saltaran la verja de la Casa Blanca para ser tratados de igual forma que Floyd. Y es que el poder que se está configurando en América integra suficientes dosis de brutalidad como para justificar actuaciones como las que hemos descrito. A ese poder no le importa generar las respuestas brutales ciudadanas de estos días, porque sabe que en esa escalada de brutalidad finalmente su ideas y decisiones son las coherentes, afines y victoriosas. Nadie espera ya que el Estado esté dirigido por manos capaces de restablecer una normatividad pública básica. Trump volverá a ganar porque ese tipo de personajes triunfan cuando los pueblos andan quebrados en una hostilidad interna que la agenda de los ganadores intensificará.

Cuando en un sitio ocurren acontecimientos que ya no se pueden representar en otro lugar, es que la heterogeneidad civilizatoria y cultural ha crecido de un modo insuperable. Estados Unidos es un país grande y complejo, pero no se ve que la parte sana de este país disponga de energía para desactivar esta bomba, que crece alentada por el mismo inquilino de la Casa Blanca. El Atlántico se hace cada vez más ancho a la altura del paralelo 42. Europa y España también deben auto-comprenderse a la luz de esa distancia, y no permitir que aquella agenda entre en nuestro espacio. ¿O acaso alguien en su sano juicio quiere entre nosotros una comunidad rota hasta las raíces?