Antonio Roche, que durante muchos años condujo la mítica editorial Biblioteca Nueva, ahora absorbida por Malpaso, me llamó para pedirme que organizara para su nueva editorial un «instant book» sobre el significado de la pandemia. Se han escrito infinitos artículos en periódicos y revistas sobre el asunto desde el folleto de Zizek. Nosotros deseábamos ofrecer un libro serio por mucho que fuera una respuesta rápida ante la realidad. Ahora podíamos ampliar la mirada y disponer de un material de observación más complejo. Al final hemos podido reunir una docena de pensadores de Europa y de América para preparar un volumen riguroso. Lo más decisivo es todos los autores han respondido con trabajos de fondo, dotados de una seriedad y sobriedad elevada.

Digo esto de entrada para marcar una distancia radical con algunos políticos que regresan a la retórica del duelo, con unos actores que se agitan como si estuvieran tocados por un rayo, con los ánimos electrizados. No es un misterio lo que lleva a ciertos políticos a presentarse ante el público entre agitaciones histéricas. Quieren fanatizar a una población que se ha comportado con una serenidad admirable. Hoy es especialmente importante para ellos impedir que emerja un razonable clima de serenidad en el que la ciudadanía pueda pensar sobre lo que ha pasado, asimilar la experiencia y las evidencias que este episodio trágico ha dejado en nosotros. Por el contrario, esos autores, que nos ofrecen sus trabajos reflexivos sobre la pandemia, constituyen un cuerpo de verdaderos ciudadanos políticos. Los representantes fanatizadores no tienen otra función que obturar la capacidad de pensar que pueda existir en nuestra ciudadanía, distrayéndonos con su sangre postiza salpicando la arena.

No deberíamos entrar a ese trapo, aunque ello implique no escuchar tampoco a esa tropa de analistas ventrílocuos de la misma agitación. Generar un espacio para que la ciudadanía madure sus evidencias, eso es lo que hay que lograr, y no responder a esa gente airada e interesada en hacernos creer que solo existen sus recetas fanatizadoras. Un espacio público que haga reverberar voces de serenidad, sobre todo ahora que la experiencia se puede contrastar de forma nítida. Eso deberíamos promover, y no la escalada de duelistas grotescos que nos llevarán de nuevo a un país dividido en dos, pero sin capacidad de innovación.

Para eso la prensa seria puede cumplir la misión de vanguardia. Ella es la primera trinchera de una verdadera batalla intelectual. No puedo resumir las doscientas páginas de este libro sobre Pandemia y la comunidad de los vivos, en el que reclamamos un cambio de agenda del pensamiento, menos pendiente de una crítica especulativa de filósofos virtuosos sin anclajes en la existencia concreta; una crítica más centrada en la identificación de tareas emancipatorias propias de un pensamiento situado, localizado e histórico, capaz de hacerse entenderse entre las capas populares. Pero sin ánimo de resumir las páginas de ese libro, sí puedo desde esta humilde trinchera lanzar las primeras bengalas de posicionamiento, para dar señales de los objetivos, iluminar por un momento el terreno y afinar el nivel de argumentación de la ciudadanía.

Aquí, como siempre, tan pronto se mira bien el fenómeno de la pandemia, aparecen las paradojas, las ambivalencias, las contradicciones que tienen que ser respondidas políticamente. Todos los autores del libro las destacan. La fundamental es cómo la pandemia ha generado evidencias de que somos de forma insuperable una comunidad de vivientes cuyo destino está vinculado. Por lo demás, nuestros regímenes ya no pueden asumir políticas sacrificiales. Por supuesto que es la culminación del gobierno biopolítico de dar vida, pero nadie se ha atrevido a diferenciar entre vidas que pueden ser entregadas, frente a otras que deben ser preservadas. Pero al tiempo que se impone esa idea de comunidad de los vivientes, con su igual relación con el valor de la vida, se imponen las evidencias de que cada uno entra en la situación arrastrando la desigualdad en la que vivía antes.

Aunque esa desigualdad trabaja otorgándonos diferentes probabilidades de supervivencia y de superación de la crisis, al final se han silenciado las voces que pretendían convencernos de que las cosas son así, que unos ganan y otros pierden, unos están más sanos y otros más débiles, unos son ricos y otros pobres. Ahora nos ha parecido un fanático impresentable el que dice «Así es la naturaleza». Nunca hemos reclamado tanto una política que salve a todos. Por eso hemos protestado contra el lenguaje bélico de la crisis. Queríamos dejar claro que no era un estado de excepción. Queríamos una acción excepcional, sí, pero no un estado de excepción, porque no aceptábamos que se diferenciara entre amigos y enemigos.

Una acción excepcional, porque entendíamos que debía ser igualitaria, frente a lo que es habitual, que es reverenciar la desigualdad. Y lo queríamos porque esa igualdad es la única garantía de futuro para todos. Debía quedar claro que esa ha de ser la norma de la política, porque queríamos que a partir de esa excepcionalidad luego se construyera la normalidad. Y eso implicaba disminuir tanto como fuera posible la desigualdad que cada uno trae o tiene, y ser tratado en común por los poderes públicos. Además, queríamos dejar claro que el portador de esa igualdad es nuestro cuerpo. Que esa carne viva es lo que nos hace iguales. Ella queda bloqueada por inflamaciones de la COVID-19. Ella sangra y sufre. El fundamento de la igualdad no es nuestra mente, ni nuestro psiquismo, ni nuestra memoria. Es nuestra carne. Ella es la que debe ser cuidada en su radical igualdad de vivientes.

De forma paradójica, el cuidado de los cuerpos ha brindado la ocasión para imponernos una serie de medidas que implican la desactivación del cuerpo en nuestra vida social. Esto es oprobioso. Se salva el cuerpo pero se le deja sin función, como si solo fuera el lugar de la muerte a evitar, no de la vida a gozar. Con motivo de la pandemia se ha pretendido avanzar en la legislación sobre el teletrabajo, sobre la educación virtual, sobre relaciones exclusivamente mentales y digitales. No tiene mucho sentido. Cuidar de los cuerpos para desactivarlos es una contradicción. Es más: todos están atentos al sufrimiento psíquico que produce el confinamiento de los cuerpos. Y sin embargo, se disponen todas las medidas para hacer esa situación habitual. Es preciso reflexionar sobre esta contradicción y negarnos a ir por ese camino. Sufrimos el confinamiento, pero no para preparar uno permanente. Eso consumará el individualismo. La casa en la que estamos confinados sólo es habitable porque contiene cuerpos que se saben pertenecer a la comunidad de los vivientes.