Cuando deseamos extraer lecciones de la pandemia e imaginar el futuro, conviene mirar lo más obvio, esa carta robada que está ahí, ante nosotros, y nadie la ve. Es evidente que las mejores respuestas a la crisis proceden de aquellas sociedades que disponen de sistemas más equilibrados. Por ejemplo, donde no hay grandes conurbaciones, pues los servicios públicos guardan mejor proporción por número de habitantes; o donde el poder público descentralizado distribuye recursos con equidad. Mejora la respuesta social allí donde se ha mantenido la confianza en la ciencia, y se la integra en la vida con sobriedad, sin ceder a representaciones absurdas de la realidad. Donde hay poderes políticos cooperativos, equilibrados en sus competencias y leales entre sí, la pandemia se vive con menos incertidumbres añadidas.

En el futuro, el nivel civilizatorio de una sociedad se medirá por su capacidad de mantener equilibrios. En una fórmula: civilización es equilibrio. Un principio, tan viejo como el sol y central en la tradición republicana, dice que la compensación rige el mundo. La Europa que acumuló energía suficiente como para dejar de ser una pequeña península atemorizada, lo dijo en su viejo idioma: complexio oppositorum. Más que a ninguna otra herencia, creo que Europa debería ser fiel a ese esquema intelectual que es su propio fundamento. Sin embargo, esta mirada impone considerables compromisos. Ante todo, no verse solo a sí mismo. Luego, la flexibilidad capaz de mantener tensiones, articulaciones, movilidades. Se trata de una reflexividad constante. Si Europa no es capaz, por ejemplo, de superar la complexio entre el norte y el sur, entonces no podría seguir existiendo. Ese es el típico reto para una mirada equilibrada.

La capacidad de integración que requiere la producción de equilibrios implica una actitud que rechace todo dogma unilateral, acepte la mentalidad de prueba y error, y sepa guardar el sentido de las reversibilidades. Es este un verdadero poder y supone siempre la generosa capacidad de la escucha. Para eso se requiere una oposición política que no sea un ave de presa oportunista, desde luego. Por supuesto que los intereses diferentes son legítimos, pero a condición de ser conscientes de su parcialidad y de asumir que no pueden entrar en un juego de vencedores y vencidos. Son intereses que deben asumir la perspectiva de la comunidad en la que se enraízan y cuyo equilibrio productivo se debe conseguir.

Si esto es así, el programa debería ser intensificar equilibrios. Eso implica invertir el rumbo que seguía la sociedad española. Lo hemos dicho muchas veces. No podemos concentrar casi un tercio de la población en el área de Madrid y de Barcelona. Esa política es insensata y nos expone a los problemas que genera un doble desequilibrio básico. Por un lado, poblaciones masivas que no pueden tener servicios públicos adecuados ni los parámetros económicos ordenados (vivienda, transporte, educación y ocio caros o degradados); por otro, zonas empobrecidas, desertizadas, abandonadas. Esto no se detendrá sin usar los recursos públicos de otro modo. Por ello necesitamos una economía inspirada en modelos federales. Esa es la descentralización que genera equilibrios.

Si en España no hacemos estos deberes, tendremos pocos títulos para reclamar ayuda en Europa. Una política de equilibrios supone una actitud intelectual, y esta sólo puede acreditarse por la coherencia. No se puede esgrimir en casa una cesión radical a las políticas neoliberales, que se nutren de las oportunidades de las grandes concentraciones urbanas, impulsadas por corporaciones financieras sin interés alguno en el destino de los pueblos, y al mismo tiempo reclamar en Europa una política que las controle. Como la ministra Calviño, que no secunda el veto para recibir ayudas públicas a empresas con sedes en paraísos fiscales. ¿Es acaso equilibrado conceder ayudas públicas a quien no contribuye en nada al fisco del país? Esas cesiones son vergonzosas y nos desarman a todos. Jamás debemos olvidar que forma parte del equilibrio europeo aquel orden que cada Estado debe conseguir en su interior. Ese es el sentido de Europa, alejado de todo paternalismo.

La mayoría de las veces, los principios de las cosas no son secretos porque estuvieran ocultos, sino porque se olvidan. Europa tiene sus secretos justo por eso. Fueron decisiones que se tomaron en tiempos difíciles, en los que reinaba el nerviosismo y la incertidumbre. Quienes las tomaron se movían en márgenes muy estrechos. En algún momento los actores tomaron su propio camino con una decisión menor, pero que luego se demostró la condición de posibilidad de muchas otras. Fue una ganancia de libertad. El curso de sucesos que llevó desde la derrota de Alemania e Italia a la formación del Tratado de Roma, fue todo menos fácil, y no había un diseño de partida claro. Los planes fueron muchos y las dudas importantes. De haber hecho caso al teórico de las relaciones internaciones Hans Morgenthau, con cierta influencia inicial en los Estados Unidos, Alemania habría sido reducida a un estado agrario.

Hoy, todo el mundo reconoce la capacidad de dirección que tuvo en el milagro alemán Ludwig Erhard, el hombre que ordenó la reforma monetaria sobre la que se fundó la nueva economía alemana. A partir de la eficacia de esas medidas económicas, comenzó a fortalecerse la idea de reunificar las tres zonas occidentales de ocupación, generar un Banco central independiente, organizar un mercado interno y asentar las bases de una economía propia que estuvo en condiciones de adherirse al plan Schumann, al inicio de los años 50, para llegar después al Tratado de Roma. En la construcción de la nueva República Federal fue por delante la ordenación de un sistema económico respecto a la edificación de un Estado.

Este hecho es decisivo. No fue un Estado soberano el que configuró una economía, sino una economía la que puso las bases de un Estado. Sin embargo, no fue el automatismo de la economía lo que generó una política. Más allá del Estado y de la economía, estaba lo político en su papel fundante. Fueron acuerdos pre-constituyentes, que pusieron en acto la forma de un pueblo, más decisivos incluso que los grandes actos formales de constitucionalización. Hemos recordado a Erhard, pero éste no podría haber triunfado sin que el socialista Kurt Schumacher tomara una decisión aparentemente menor, la que explica que la actual Alemania se sostenga sobre una gran coalición. Esta no es un accidente. Es la esencia misma de la Alemania Federal.

En efecto, Kurt Schumacher no aceptó, en 1946, la unificación de su organización socialista con la propia de la zona bajo control soviético. Este hecho puede parecer poco importante, pero fue decisivo. Separó las decisiones del SPD de la influencia rusa y aseguró la necesidad de jugar en el terreno de la tri-zona occidental. A este acuerdo se adhirió el SPD en el exilio, organizado alrededor de Erich Ollenhauer. La independencia respecto de un poder internacional tan invasivo como la URSS fue la precondición de todo lo que siguió. A partir de 1947 los socialistas trabajaron con Erhard en el llamado «Consejo Económico de las Zonas Occidentales», el lugar donde se preparaba la nueva ordenación económica alemana. Pronto, en ese mismo año 1947, se llegó a la definición de «economía social de mercado» por parte de Alfred Müller-Armack, un pensador de fuerte influencia weberiana. Luego, los socialistas aceptarían ese esquema como marco de cooperación. Los teóricos que forjaron esta estrategia, con Wilhelm Röpke a la cabeza, creían caminar por una tercera vía que no era ni la norteamericana ni la soviética. Adenauer pronto se dio cuenta de que sólo si secundaba el plan Schumann podría mantener ese horizonte. Allí surgió Europa. Desde una complexio oppositorum que no era una teoría económica, sino una voluntad política de equilibrio. Quizá sea el momento de repensar esa fundación y su precondición: ese pequeño gesto de liberarse de las injerencias extremas de poderes extra-europeos que desequilibren nuestra independencia.