La protección individual, la seguridad colectiva, la cohesión social y la identidad personal se han vinculado, en la sociedad moderna, al trabajo como puerta de entrada a la subsistencia y a los bienes públicos, como cemento que cohesiona, y como factor que otorga reconocimiento social y ciudadanía política. No sólo se trabaja para obtener un ingreso sino para realizarse humanamente, ser reconocido socialmente y ejercer políticamente los derechos de ciudadanía. En la experiencia de la Fundación Novaterra, intentando incorporar a personas en situación de vulnerabilidad a una sociedad inclusiva a través de la actividad laboral, experimentamos a diario que no tener trabajo o perderlo, es sentir la vida dañada, carecer de significación social y perder un lugar en el mundo.

Las dos grandes crisis del siglo XXI, la financiera y la sanitaria, han golpeado decididamente el mundo laboral de modo que empresarios y empleados, productores y consumidores, jubilados y aprendices sufren un trauma colectivo con consecuencias inéditas. Al mismo tiempo ha evidenciado una «clase inútil» permanentemente desempleada (Yuval Harari), ha descartado a personas de los dinamismos socio-culturales (papa Francisco), ha producido vidas y cuerpos dañados (Judith Butler) y ha fabricado una reserva de lumpen desprotegido (Slavoj ZiZek); los excluidos invisibles que escapan, como en el pasado, a las estadísticas médicas y no médicas (Pérez Casado). En todos los casos, se señala el fin de un sistema socio-económico, político y cultural, pero mientras los primeros muestran capacidad suficiente de asumir el desafío, los últimos se sienten supervivientes de un naufragio en búsqueda, aunque sólo sea, de un resto de madera.

La crisis financiera-económica del 2008 expulsó del mundo laboral a un gran número de poblaciones, cerró la entrada a personas frágiles y profundizó la brecha de las desigualdades, que llevaron a unos pocos a enriquecerse sin límites y a otros muchos a quedar definitivamente fuera del sistema. Atrás quedaron las preocupaciones de los últimos años sobre la reducción de la jornada laboral, el reparto del trabajo, el contrato estable y definitivo, la entrada en el mundo digital y la automatización. Vimos multiplicarse la iniquidad, el adelgazamiento del espacio público, los recortes presupuestarios, los ajustes de personal y el precariado como forma ordinaria de relación laboral. Con los descartados y desde ellos se desplegaron iniciativas formales e informales, alternativas de economía solidaria, enclaves auto-gestionarios, medidas de emprendeduría, aulas informáticas, cursos y talleres para favorecer la competitividad de las poblaciones marginadas, entre otras alternativas.

Y llegó el virus con corona a golpear decididamente la forma de trabajar, estudiar, producir, comprar, vender e invertir. La pandemia sometió el mundo de la producción, de la economía y del consumo al apremio básico de la salud. Nadie imaginó que un virus podía desertizar las escuelas y los bares, vaciar los lugares de trabajo y los transportes, tambalear empleadores y empleados, y sustraerles lo último a los que poco tienen. Y convirtió las casas, a veces hacinadas, en refugio; y las familias, a veces inexistentes, en fortalezas, mientras se estrangulaban los ingresos de repartidores, camareras de hotel, empleadas de hogar, inmigrantes sin papeles, personas sin techo y trabajadores informales. Unos sectores laborales que no pueden acogerse a las medidas de amortiguación del impacto, al tiempo que crece el muro infranqueable para personas con dificultades objetivas y subjetivas de inclusión en el trabajo. Son supervivientes de las dos crisis: económica y sanitaria.

En tiempo de confinamiento aprendemos que, si no hay salud para los últimos, no habrá salud ni bienestar para nadie. ¿Para qué acumular riqueza, si el virus de tu chofer o el de tu conserje o el de tu fontanero, te puede arrebatar tu vida? De nada sirve salvar vidas si no se cuidan las de quienes nunca las tuvieron protegidas. En esta emergencia, estamos obligados a una profunda revisión del modelo económico, a reinventarnos culturalmente, recrear el espacio urbano y redimensionar el trabajo para que nadie quede fuera. De emprendedores, como nos definió la crisis económica, pasaremos a ser inventores; de acreedores de derechos a deudores de responsabilidades; de receptores de prestaciones a productores de servicios; de fabricantes de lo superfluo a productores de lo necesario; del «cada uno a lo suyo» a la construcción del «nosotros».

Menos el secretario general de la Conferencia Episcopal, todos hemos comprendido que es muy urgente garantizar el ingreso básico universal pero tan necesario como lo es el acceso a la actividad laboral. Lo primero es un derecho exigible a los gobiernos democráticos como el derecho de ciudadanía y el despliegue de las políticas redistributivas; la accesibilidad, por el contrario, apremia por igual a las políticas públicas y a las iniciativas sociales, a los individuos y a las familias, a las empresas y a las organizaciones solidarias, a las instituciones laicas y a las confesiones religiosas. Esta es, pues, una tarea colectiva.

Desde la Fundación Novaterra somos plenamente conscientes de este reto en procesos de inclusión, mediante nuestros «Viajes a la Dignidad»; y la promoción de empresas sociales, que son potentes herramientas a las que debemos incorporar imaginación para la innovación, e inteligencia y coraje para su implantación. Del mismo modo que las instituciones sanitarias ante la pandemia han requerido la implicación ciudadana, de las organizaciones solidarias y de la sociedad civil, es la hora de crear sólidas e imaginativas sinergias entre lo público y lo social para asumir el imperativo laboral, detectar a los invisibles y abrir posibilidades inéditas a los que esperan una nueva oportunidad.