John Gray, estudioso de las ideas políticas, publicaba la semana pasada un artículo en el que sistematizaba sus impresiones sobre la situación actual. Su razonamiento parte del conocimiento de tradiciones intelectuales británicas y de la observación del capitalismo global. Gray ha estudiado a Hayek y a Stuart Mill, y es un competente analista de las ambivalencias del progreso. Es lógico que haya sentido la tentación de diagnosticar nuestro futuro ahora que una especie de violencia divina ha echado el freno.

Muchas apreciaciones del artículo de Gray las compartirán los lectores. Si lo quiero comentar es porque también se condensan comentarios que me resultan discutibles. Como él, pensamos que entramos en un punto de inflexión histórica. Sin embargo, el umbral de una época tiene dos lados: ese del que se sale, y ese en el que se entra. Gray tiene claros los dos. Sin embargo, creo que proyecta demasiados deseos con sus diagnósticos. El autocontrol del deseo debería ser un elemento central en estos juegos intelectuales.

El lector me permitirá hacer alguna consideración previa. Asumamos que la Covid-19 ha determinado la ocasión del umbral. Pero todos los que tenían algo en la cabeza desde tiempo atrás sabían que, tal y como íbamos, no podíamos seguir. Por doquier se alzaban voces que reclamaban nuevas bases civilizatorias, formas de vida, consumo y cultura. Todas ellas implicaban un repliegue de lo humano. Que se anhelaba salir del torbellino donde estábamos metidos, eso ofrece poca duda. Que no se sabía cómo hacerlo, también. A veces uno tiene la impresión de que la pandemia no solo llegó a su hora, sino que el interregno nos va a conceder tiempo para pensar.

Pero eso es demasiado poco. Kant decía que el destino conduce a los que se pliegan a él y arrastra a los que se oponen. Sin embargo, el fatum puede hacer la mitad del trabajo. Arrastrar lo viejo. No puede inventar un mundo nuevo. Me parece que Gray aquí imita al destino. Anuncia que la globalización álgida ha tocado techo. Eso es fácil suponerlo. Prevé que, con la mayor significatividad del espacio, el Estado volverá a ser importante, lo que es seguro. Ahora bien, que lo sea al modo del Leviatán, eso no es necesario. Creo que Gray echa mano aquí exclusivamente del Estado de la tradición británica.

El aspecto discutible del diagnóstico de Gray comienza aquí. Para él pocos Estados sortearán el precipicio que se abre entre el virus y la economía. Chocarán con uno u otro obstáculo. La consecuencia siempre será la misma: debilitar la democracia. El diagnóstico es terrible, pero todavía puede ser peor. Muchos países pueden estrellarse contra ambos muros a la vez. Pueden dejar libre el virus, no proteger a su ciudadanía y hundir la economía a la vez. Que algunos de esos países puedan llamarse Estados Unidos o Brasil, hace que el riesgo para la democracia sea un asunto serio y mundial.

¿Quién se salvará entonces? ¿Y cómo? Gray rechaza la anarquía del mercado global, pero apuesta por una economía humanamente habitable. Eso suena bien, pero es vago. Creo que el artículo de Gray habla de un mundo cuyo parámetro ideal es Gran Bretaña. La suya es la conciencia que se siente reconfortada con el Brexit. Podemos ir solos, viene a decirnos. Es como si el Brexit y el Coronavirus hubiesen coincidido de modo milagroso para mostrar al mundo el equilibrio único de la Gran Bretaña. Así, Gray bendice que el Reino Unido todavía comprenda la idea de soberanía, y que pueda poner en marcha un plan «coordinado, completo y flexible» para hacer frente a la situación. Desde la sólida roca que sostiene el gobierno democrático de su Majestad, Gray parece observar el naufragio del mundo.

La Unión Europea es lo primero que él ve naufragar. Si sobrevive, dice, lo hará como el Sacro Imperio Romano, una sombra fantasmal inerte. La perspectiva que Gray ve consumada en Europa asusta. «China se está introduciendo en el lugar que corresponde a la Unión Europea con su ayuda a los gobiernos nacionales en apuros». Cuando el presidente serbio Vucic se presta a dar las gracias por nada a la UE y reconoce a China como el único país que puede ayudarlo, ese comentario le parece realista a Gray. Por supuesto, no es capaz de encontrar en él ni un ápice del viejo resentimiento del Estado serbio. A todos nos parecen «agotadas las estructuras neoliberales» de la UE, pero a muchos nos gustaría saber cuáles serán las estructuras de la ayuda china. ¡Como si los europeos no viéramos que las reglas de 2008 no sirven! Tampoco sirve ya la mentalidad de la crisis pasada. Italia o España no son el problema. Concentrarnos en esto es parte del deseo de algunos. La cuestión no es esa. La cuestión es diseñar un mundo nuevo.

Todo el argumento de Gray opera como todos los grandes (Rusia, China, India) pudieran mantenerse firmes tras la crisis. Solo la pobre Europa parece la fuerza pasiva que será cincelada con el martillo chino, ruso e incluso turco. También Serbia dará martillazos. ¿A qué países afectará entonces el escenario que predice, según el cual «muchos gobiernos estarán dominados por la extrema derecha»? Todo lo que veo es que esta crisis no mejorará la calidad democrática de esos regímenes. Sin embargo, no creo que solo Gran Bretaña esté a salvo de los peligros que eso encierra.

Por supuesto que es fácil admirar a Gran Bretaña. Pero uno también se puede dar ánimos sin necesidad de hundir los del vecino. Lo que más celebra Gray es la flexibilidad del ser humano para cambiar, y lo más alentador es su recomendación de que aprovechemos la pandemia para renovar las ideas. Hacer limpieza mental, nos dice. Sin embargo, él se atiene a lo más clásico, a la idea de libertad, de seguridad y de pertenencia. Y a la paz del Leviatán. Esto se llamaba en mis tiempos el ideario nacional-liberal conservador, y arremolinó a las clases burguesas de la época europea de los imperios. Ortega lo habría firmado sin pestañear.

Ese ideario ha fortalecido a Gran Bretaña en los momentos difíciles de su historia y con ellos se ha dotado de una resistencia admirable. Por supuesto, Europa no tiene nada parecido. Pero quizá podamos asumir que estos últimos setenta y cinco años que Europa ha conocido de paz, aun sin Leviatán, no son un mero accidente histórico. Quizá sea el momento de que nuestros Estados protejan a sus ciudadanos, cierto; pero también de que la realidad de Europa nos proteja de nuestros Leviatanes. Quizá no sea tiempo de reeditar el Leviatán, esa mezcla de animal, hombre, dios y máquina que habita en Londres. Quizá la limpieza mental debiera buscar otra forma de estatalidad y de poderes públicos. Y de profundizar en ese otro principio que dice: Federación.

Por lo que hemos visto, algo sabemos. Quienes quieran aprovechar la situación para acumular poder político se equivocarán. No es poder político concentrado lo que hará más luminoso el futuro. La imagen del rostro de Boris Johnson en la UCI fue una buena metáfora de lo mal que sienta el virus al carisma concentrado. Sin embargo, los márgenes de salida van a depender de lo que cada sociedad tenga a la mano. Los países que sólo confíen en el poder político, no podrán ofrecer gran cosa. Los poderes públicos van a tener que mostrar una gran capacidad de activación, coordinación y dirección social, pero estarán solos si no se fomenta una sociedad vigorosa mediante una articulación eficaz y cooperativa de poderes. Los que confíen en meras medidas ejecutivas se verán pronto dando manotazos en el aire de la impotencia. Imaginar un mundo nuevo es algo más que acumular poder. Puede que sea lo contrario, distribuirlo de forma equilibrada. Quizá sea ese el principio de la limpieza mental que necesitamos. Lo analizaremos el próximo día.