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La colonización energética de los pueblos

La transición hacia un modelo sostenible ha puesto el foco sobre las zonas rurales para convertirlas en plantas generadoras de energía limpia. Pero las alarmas han saltado. ¿Tiene sentido destruir un ecosistema natural en nombre de las energías verdes? El debate está servido.

Una planta fotovoltaica en el entorno de Titaguas, en La Serranía. F.Bustamante

Nuestra forma de vivir va a cambiar, «por las buenas o por las malas». Solo hay que estar un poco atento a lo que sucede para darse cuenta de que ha cambiado la movilidad, el consumo, el acceso a la vivienda, el trabajo e incluso el ocio. Todos han iniciado un camino de no retorno. Se fundamenta, sobre todo, en la escasez de energía que está marcando la agenda nacional e internacional y que más allá de un titular, afecta al ciudadano con precios disparados de la gasolina, viviendas de nueva construcción o tarifas eléctricas por las nubes. Todo ese maremágnum de noticias diarias se cobija bajo un paraguas: hay que cambiar el modelo energético consolidado desde hace 50 años. Se acabó.

En este debate internacional, la transición energética iba a dejar atrás la utilización de combustibles fósiles (petróleo, carbón, gas natural y gas licuado) por aquella energía obtenida de fuentes limpias. Esa nueva forma de generarla, para obtener la misma cantidad que nuestros hábitos requieren, necesita de grandes superficies terrestres para implantar una central fotovoltaica, eólica o de biomasa. ¿Dónde? En las zonas rurales, lo que ha puesto a la sociedad civil en armas al comprobar que los parajes naturales pasarán a ser una alfombra de placas solares o molinos de viento.

«Ese modelo de transición no va a funcionar». Hablar con Antonio Turiel, investigador del CSIC y miembro del departamento de Oceanografía Física y Tecnológica del Institut Ciències del Mar, es hacerlo con alguien cuya visión científica dista mucho del discurso político socialmente aceptado. El viernes participó en las V Jornades de la Nova Ruralitat, en Benlloc. Allí, junto a la socióloga, politóloga y profesora de la Universitat Jaume I, Marina Requena, reflexionaron sobre la crisis energética y ruralidad. Y una cosa está clara: «La nueva ruralidad pasa por preservar los ecosistemas desde una visión tradicional del campo y no industrializándolo con polígonos y parques de energías renovables», asegura Turiel.

El investigador confiesa que no forma parte de la corriente «optimista» del debate. Cree que con las energías renovables, dando por hecho que no solo se utilizan para generar electricidad sino para crear otras energías, solo se alcanzaría un 30-40 % de la energía que generamos hoy en día. Imposible mantener este ritmo. A partir de ese planteamiento, colonizar los espacios vacíos de España para laminarlos con placas se antoja para el científico «una equivocación». «Cuando alguien propone un parque eólico arrasando un bosque, se está equivocando», asevera. Y continúa: «Contra el cambio climático se debe preservar la biodiversidad. Cuando tienes ecosistemas sanos y resilientes, te dan mecanismos de lucha para paliar el efecto invernadero. Es más importante preservar un bosque que poner un parque solar. Luchar contra el cambio climático es todo, no solo cómo generar energía limpia contra el CO2», asegura. Ahora bien: el interés por mantener el nivel de producción y consumo actual interesa, según Turiel, a las grandes empresas que con los combustibles fósiles «crearon grandes centros de consumo, distribución y sobre todo, una gran concentración de capital», lamenta. Por lo que ahora, según su previsión, solo se busca mantener esa riqueza colonizando las zonas rurales.

Turiel critica duramente la «simpleza» al presentar, por parte de los representantes políticos, el reto energético del futuro: se ofrece un problema y una solución encorsetada: «Hay que consumir energía limpia aunque cause un destrozo ambiental». Un planteamiento del todo ineficaz para el científico, quien sostiene que el único remedio para frenar el cambio climático es decrecer: «Pase lo que pase, vamos a decrecer, no se puede mantener el nivel que hemos alcanzado. Lo que sí podemos elegir es si decrecemos a buenas o a malas».

Además, también apunta a otra clave. La urgencia por acelerar la transición energética no se debe, como habitualmente se cree, a frenar el cambio climático. «Se debe a la imposibilidad de extraer y producir más combustibles fósiles», dice. El carbón tocó máximos en 2014, el uranio, en 2016, y el petróleo, en 2018. Hoy, los ciudadanos perciben esa escasez en su bolsillo y a tenor de lo expuesto en la mesa redonda de expertos, no se solucionará a menos que se laminara todo el interior de la península con placas solares. Y ni aun así, porque para llevar a cabo toda esa instalación, la dependencia de los combustibles fósiles es total: la extracción en minas, el transporte en camiones y barcos, y grúas y excavadoras para su instalación. No hay una independencia y no la puede haber, porque ninguna energía es, por ahora, tan eficiente como los combustibles fósiles, por lo que mantener el mismo estilo de vida resulta, según Turiel, del todo difícil. «Todo esto se sabe, no es nuevo, y de ahí que haya documentos como la Agenda 2050 que sirve como globo sonda de lo que vamos a ser. La gente se rió porque dijeron que había que reducir el consumo de carne, pero eso va a ser así».

¿Cómo encajar, entonces, esa aparente dificultad de generar energía y electricidad de fuentes limpias con los insistentes avances en motores eléctricos o hidrógeno? No se puede. Ninguna de las dos son eficientes: las baterías eléctricas se hacen de litio y se producen anualmente 90.000 toneladas en el mundo. Si todo ese litio se destinara a motores de vehículos, se podrían hacer alrededor de ocho millones, una cifra muy inferior a los 100 millones que se fabricaron en 2019. «Hasta Honda se ha retirado de la producción de vehículos, el futuro está en el alquiler de coches, no en la compra», apunta.

¿Y ahora qué?

El Foro de la Nueva Ruralidad dejó algunas conclusiones. Con el agotamiento de los combustibles fósiles y la necesaria reducción de su uso, además de la eficiencia de las energías renovables para mantener el nivel de producción, distribución y consumo actual, la solución pasa por decrecer, por reducir y por volver a prácticas olvidadas. Las energías renovables deben integrarse y no limitarlas a la producción de electricidad, sino de energía en todas sus vertientes: Andalucía y Extremadura podrían ser una nueva zona metalúrgica de España si se aprovechara la energía solar para fundir metales.

En este mismo sentido, el camino para la corriente de expertos en los que se integra Turiel es el del aprovechamiento de energía en el ámbito local. Generar pequeños espacios de industrialización renovable, integrada en sus entornos y, por supuesto, asumiendo que el camino es el de la reducción. Sin embargo, no siempre es fácil. Aras de los Olmos inició en 2015 este recorrido tratando de desconectarse del suministro eléctrico común, y todavía están en trámites para obtener todos los permisos.

En este sentido, las Comunidades Energéticas Locales serían un primer paso en el largo camino que se ha iniciado. En septiembre, la vicepresidenta del Gobierno, Teresa Ribera, anunció una subvención de 100 millones de euros para fomentar la creación de estas comunidades donde los municipios integran placas solares en sus instalaciones públicas y los residentes se convierten en productoras de energía limpia para el autoconsumo. Esta fórmula democratiza el sistema energético y, por supuesto, supone un ahorro para el consumidor final. Cumple con uno de los principios fundamentales: la electricidad -o energía, si así se diera- se produce y se consume en el mismo lugar, evitando los largos desplazamientos que han generado el temor en Europa a los apagones.

Recurrir a lo próximo y recordar «lo que fuimos»

Según Turiel, la apuesta por lo local, más allá del convencionalismo, es el futuro. «La producción tiene que ser de proximidad, con un foco puesto en la alimentación, que los procesos sean menos contaminantes. Hay que apostar por la ruralización y el aprovechamiento del campo», en lugar de convertirlo en extensiones generadoras de energía a nivel nacional.

En este sentido, la profesora Marina Requena explicó una de las conclusiones de su tesis, que desmiente que el desarrollo socioeconómico y el progreso, a lo largo de la historia, hayan comportado una conciencia ambiental superior. Muy al contrario, Requena demostró que el planteamiento era erróneo. A través de un estudio cualitativo con encuestas a los residentes en el Delta del Ebro y l’Albufera de València, quedó patente que la conciencia medioambiental era mucho más profunda en el entorno rural y no en el urbano, ya que es en los pueblos donde se han mantenido las prácticas más respetuosas con el medioambiente. «En un pueblo nadie te dirá que es ecologista, pero contribuyen mucho más al medioambiente que los que vivimos en las ciudades», aseguró. De hecho, analizando 140 países, Requena ha confirmado que la modernización « ha supuesto la devastación de los entornos naturales y rurales en todos estos países».

¿La sociedad actual puede implementar prácticas del pueblo en la ciudad? «No todas, pero las fundamentales, sí», zanja Requena. Algunas de ellas ya van calando en las urbes, como la importancia del consumo local, que evita la generación de carbono en el transporte. Además, la producción sostenible, la utilización de energías para el autoconsumo además de volver a conectar con el medio ambiente. Así que, el papel de la ruralidad en esta transición energética no será la de albergar las grandes explotaciones de energía limpia. Los pueblos serán «un intermediario entre lo que hemos sido y lo que tenemos que volver a ser».

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