Françoise Hardy

Opinión

Françoise Hardy

Françoise Hardy / Levante-EMV

Alfons Cervera

Alfons Cervera

 La frontera francesa. Cuando la cruzábamos en los tiempos oscuros, en este lado se quedaban la rabia, la victoria de una vileza antigua curtida en el resentimiento, un daño incalculable. Desde hace años la he cruzado muchas veces. Y sigo reviviendo aquella vieja sensación de pasar al otro lado, al lado de la Ilustración, de la palabra luminosa en medio de las sombras. No sé si de aquí a nada regresarán las viejas fronteras, el muro de la vergüenza reclamado por los nuevos fascismos que tanto se parecen a los de antes, el cántico triunfal de los salvadores de la patria. Ahora mismo, Gabriel Le Senne, presidente neonazi del Parlament balear, acaba de romper públicamente una fotografía de Aurora Picornell, comunista asesinada por los franquistas en 1937. Y el PP, que gobierna con Vox, ni se inmuta. ¿Cómo se va a inmutar si entre ellos no hay ninguna diferencia?

Françoise Hardy y Jacques Dutronc

Françoise Hardy y Jacques Dutronc / Levante-EMV

Regreso a Francia una vez más en estos días. Me espera en Privas, departamento del Ardèche, un encuentro literario con mi colega y amigo Manuel Rivas y no puedo evitar, como tantas otras veces, mirar en el paso de frontera la hilera de coches y los uniformes a un lado y otro de la raya divisoria. Hay cosas que siguen ahí, como esos imborrables tatuajes modernos estampados celosamente en la piel de la memoria. Hace dos domingos Francia era la imagen triste de la desolación. La extrema derecha triunfaba después de tantos años de amenaza y de blanqueo, como está pasando en casi todo el mundo. El 9J saltaban las alarmas y el presidente Macron, que tanto ha hecho por parecerse a Marine Le Pen, convocaba elecciones para salvarse él, porque Francia ya hace tiempo que le importa un pito. Cuando cruzaba la frontera, puse a todo trapo en el coche las canciones de Françoise Hardy.

Françoise Hardy

Françoise Hardy / Levante-EMV

Dos días después de la hecatombe política, se moría en París la mujer que en los años sesenta, con una voz apenas en susurro, cantaba Comment te dire adieu y te dejaba para el arrastre. Era de una belleza rara, andrógina se decía, con una mirada que era como si no mirara a ninguna parte. “Crecí con la convicción de ser más fea que la mayoría”, escribe en su autobiografía titulada La desesperación de los simios… y otras bagatelas. Había como una neblina protectora en esa mirada, como si estuviera llena de miedo a lo que pasaba fuera de su vida. Apenas sabía colocar los tres acordes básicos en el traste de su guitarra adolescente y de ahí saldría Tous les garçons et les filles, la canción que la llevaría a lo más alto de las listas de éxitos. Sabía que ese éxito la iría alejando cada vez más de ella misma, que poco a poco la encerraría en “una prisión dorada en la que, me gustara o no, iba a pasar el resto de mi vida”. Todo son imágenes a la hora del recuento. Ese disco con el vinilo extrañamente de color rojo que, con otro igual de los Kinks, encontramos en Luchon hace siglo y medio por lo menos, el vestido con placas metálicas, dicen que de oro, que le hizo Paco Rabanne, hijo del exilio republicano español que murió el año pasado en mi tierra querida del Finisterre bretón, el miedo a los aviones que la aturdía desde mucho antes de emprender el vuelo, el despotrique contra Mayo del 68 y el feminismo porque siempre fue una mujer más bien conservadora, cuando no abiertamente de derechas, las palabras hermosas que le dedicaron Jacques Prévert, Patrick Modiano y tantas otras voces de la música, el cine y la literatura.

Françoise Hardy

Françoise Hardy / Levante-EMV

Bob Dylan escribió “Para Françoise Hardy en la orilla del Sena…” en su disco Another Side of Bob Dylan. Los versos de Manuel Vázquez Montalbán, como una temprana premonición, en Una educación sentimental: “la lampe qui s’éteigne, le dernier bonheur…”. Cuando enamorada perdida se casó con el actor y músico Jacques Dutronc la maldijimos como se maldice la mayor de las traiciones. La muerte es el final de todo, menos de la memoria. Sabía ella desde hace años que ese final estaba cerca. Luchó a tope por el derecho a una muerte digna, por la eutanasia. La veíamos en las fotos a sus casi ochenta años, el cabello blanco, larguirucha como siempre y era como si el tiempo fuera el de entonces, ese tiempo que no era del todo real pero que mientras sonaba Que reste-t-il de nos amours? era como si lo fuera.

 Al otro lado de la frontera me llevo sus canciones, el rasgueo de una guitarra que me da igual que no sea el de Joan Jett o Jimi Hendrix, la mirada tímida de una mujer que llenó de sueños un tiempo que aquí había convertido el fascismo en una insoportable pesadilla. Sabía Françoise Hardy que la vida se le iba poco a poco. Disfrutaba con el éxito musical de su hijo Thomas, con el abrazo de sus amigos, con esa melancolía de extraña chica yeyé que llenó su vida y dejó escrita cuando se le acababan los recuerdos: “La primavera, que espero todo el año, pasa cada vez más rápido y se me desgarra el corazón pensando las pocas veces que me quedan para volver a ver florecer las lilas, pues quiero creer que su belleza, como toda forma de hermosura, nos abre al más allá... “. Cómo decirle adiós en este domingo francés ya de verano, cómo. Y yo qué sé…