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Marcos Morau

"Hoy la revolución la pueden hacer las mujeres porque son ellas las que tienen la fuerza"

«A diferencia de la palabra, la danza tiene la virtud de no decir nada y de sugerirlo todo»

Marcos Morau, coreógrafo, director y diseñador de vestuario, de escenografía y luces de La Veronal. | VANESA GÓMEZ

El coreógrafo Marcos Morau (Ontinyent, 1982) llega este fin de semana a Les Arts con su compañía La Veronal para presentar «Sonoma». Inspirada en la obra e imaginario de Luis Buñuel, «Sonoma» reivindica la reunión, el folclore, el rito y la catarsis frente a la virtualidad del siglo XXI. Precoz Premio Nacional de Danza (lo logró en 2013), formado en arte contemporáneo, fotografía y escenografía entre Barcelona y Nueva York, Morau asegura tener «muchas cosas en común» con el cineasta aragonés. «

Los dos dejamos nuestra tierra para conocer el mundo. Los dos tenemos una educación cristiana y ambos hemos arrastrado esta fascinación por lo rural, lo folclórico, lo tradicional y las costumbres, y las hemos llevado a la vanguardia. En esa triangulación entre pasado, presente y futuro Buñuel era un referente».

Buñuel es el artista a medio camino entre lo atávico y lo moderno.

Si lees sobre su trabajo, o su biografía en ‘El último suspiro’ no sabes bien si era un creyente riguroso o un ateo, porque era una mezcla extraña. Supo reírse, rebelarse e incluso jugar con ese misterio.

¿Usted también se siente así?

Sí, yo ahora soy ateo pero me gusta haber compartido esa educación católica y ahora estar lejos. Hay muchas cosas que he descubierto de mí, algunas que quiero que estén y otras no. La educación te marca y en mis trabajos siempre hay un pequeño tinte religioso, sobre como la culpa o el pecado está presente. Me gusta ver como esos símbolos y esa plástica religiosa dialogan con la modernidad porque generan una tensión.

¿Por qué tras siglos de ilustración y ciencia lo ritual nos sigue fascinando?

Ahora más que nunca. Esta revolución digital a la que estamos sometidos nos trae muchas cosas buenas pero también nos hace cuestionarnos como masa y como individuos. Lo ritual importa porque la idea de unirnos para realizar algo, para revolucionarnos, no se puede hacer con una persona sola. Hay cosas que no suceden si no son colectivamente. Y en ‘Sonoma’ a esa idea se une ver a nueve mujeres juntas recreando estampas, haciendo que el espectador piense que están tramando algo.

¿Reivindica la obra un lenguaje propio para las mujeres?

El hecho de que haya mujeres en una especie de akelarre ayuda a reforzar esa idea de reunión y de revolución. Ahora mismo la revolución la tienen que hacer las mujeres, porque son ellas las que tienen la rabia, el miedo y la fuerza… El erotismo y la sensualidad que siempre se ha atribuido a la mujer aquí ha quedado olvidado. Aquí las mujeres se encarnan en personajes entregados y fuertes que llevan la pieza cantando, gritando, bailando, evolucionando. Es una pieza que tiene un color violeta fuerte.

¿En favor o en contra de qué es su akelarre?

Es una cuestión muy poética. Empiezan declamando los evangelios, dando las gracias, y poco a poco se va convirtiendo en una acusación, en una arrepentimiento y en una especie de catarsis. A través de la palabra se van calentando y llegan a una especie de trance ante la cruz. Puede ser un sueño, una realidad, un paisaje… Me gusta pensar en ese tipo de propuestas en la que en el patio de butacas no sabes dónde estás ni dónde vas a parar pero sabes que estás en buenas manos.

¿La danza es la mejor manera de transmitir todo eso?

Sí, a diferencia de la palabra, la danza contemporánea tiene esa virtud líquida de meterse como el mercurio en todo: no dice nada y a la vez lo sugiere todo.

¿La danza es la primera muestra humana de civilización o la última de primitivismo?

Ha virado a través del tiempo. Primero fue una expresión ritual, después se academizó, llegó a una excelencia pero perdió esencia... La danza contemporánea nos ha devuelto a esa libertad de usar el cuerpo para transmitir emociones. Ahora se trata de transmitir en el escenario qué nos pasa como individuos.

¿Necesitamos una catarsis como la del final de «Sonoma»?

Esta pieza es fruto de la pandemia y sale de mi cabeza con mucha rabia y muchas ganas de gritar y hacer. Parece que hemos vivido una saturación de movimiento, de música, de textos, y todo esto provoca esta catarsis. Los tambores de Calanda son como volver al origen, como despertar de un sueño, de una realidad que no nos gusta.

Ha puesto en escena dos óperas en Lucerna y en el Real. ¿Le apetece trabajar para Les Arts?

Sí. De hecho, iba a hacer un proyecto con Davide Livermore, que cayó cuando le despidieron. Pero el nuevo director, Jesús Iglesias se interesó también por nosotros y nos ha traído. Me gusta mucho la dirección de escena en la ópera, y así como tenemos encargos importantes a nivel europeo, me gustaría tenerlos también en mi ciudad.

¿Se siente más valenciano de nacimiento que de profesión?

Llevo 15 años en Barcelona, la compañía es catalana porque todo el empuje y proyección internacional ha venido desde ahí. Pero soy valenciano y traigo mis raíces y mis anhelos y sueños desde aquí. Siento que soy una mezcla rara y afortunada, porque me siento valenciano, me siento de Barcelona y me siento muy bien el mundo, que es donde trabajo.

Ha llevado los tambores de Calanda a su obra. ¿No le gustaría hacer algo con los moros y cristianos de Ontinyent?

A veces me es más fácil hablar de Japón y Portugal que de lo mío, que son los moros o las fallas… Es un universo que tengo muy presente, oigo una albà de Botifarra o una chirimía y me emociono y me pregunto si sería capaz de hacer algo con esos ingredientes y trascenderlos, una obra que no sea un cliché. Es un reto y más tarde o más pronto aparecerá.

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