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Si hubo un mes trágico en el planeta taurino fue aquel agosto de 1934. En La Coruña, el estoque con el que descabellaba Belmonte voló hacia los tendidos empujado por un inesperado movimiento del cuello del toro y se clavó en el pecho de un espectador, que murió al instante. Después de este pavoroso accidente, para ser exactos, a los tres días de aquello, Ignacio Sánchez Mejías practicó la revolucionaria forma de descabellar atando el estoque a su muñeca con una correa de cuero, del mismo modo en que los polistas se agarran al taco. Al día siguiente, 11 en el calendario, a las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde en que un niño trajo la blanca sábana, cuando eran las cinco de la tarde en todos los relojes, como cantó el poeta, un toro llamado Granadino, manso, astifino y badanudo, prendía a Ignacio por la ingle volteándolo salvajemente en la plaza de Manzanares, a la que había acudido para sustituir a Domingo Ortega, convaleciente de un accidente de tráfico, y en la que compartía cartel con Armillita, Corrochano y un rejoneador portugués de nombre Simão Da Veiga.

El torero sevillano repetía un pase cambiado por alto con la derecha, sentado en el estribo de la barrera, cuando sintió la punzada del asta de aquel toro de Ayala. La herida de doce centímetros de profundidad la calificaron de peligrosa. No fue operado en la misma plaza por orden del diestro, que prefirió que lo trasladaran a Madrid. El traslado, como era habitual, se retrasó y se hizo, además, en malas condiciones. A la una de la madrugada ingresaba en el hospital, y en la mañana del lunes día 13 moría preso del delirio y del sufrimiento, por causa de la gangrena.

Emoción en los tendidos

Ignacio Sánchez Mejías fue muchas cosas en la vida y sobre todas uno de los grandes toreros del siglo XX. Seguramente, el que más emoción contagiaba a los tendidos, despreciaba el riesgo y estaba convencido que el ciclo de la lidia sólo concluye con la muerte en la plaza. Aquel 11 de agosto de 1934 en que reemplazó a Domingo Ortega había asistido por primera vez al sorteo y él mismo eligió las papeletas de los toros que le tocaron en suerte.

Aquel hombre acusadísimo, cuyo alto concepto del valor superaba la visión que cualquiera pueda tener de esa condición moral, fue inhumado en Sevilla en la misma sepultura de Joselito, su "hermano", al que no dejó de llorar un solo día después de su muerte.

Fue el propio Sánchez Mejías el que mató al toro Bailaor, que le había asestado la cornada mortal a su cuñado. Luego veló el cadáver con gesto apesadumbrado: la imagen del velatorio quedó grabada como una de las más bellas y conmovedoras que existen en las hemerotecas fotográficas, digna del más grande lienzo y del mejor pincel.

Tan presente estaba el menor de los Gallos en su vida que después de separarse de la hermana del gran torero muerto, Lola García Ortega, corrió a los brazos de la que había sido la novia, la bailarina Encarnación López "la Argentinita", una mujer excepcional, inteligente, guapa y tan apasionada que pensó en matarlo cuando se enamoró de Marcelle Auclair. Aquella francesa dijo de Ignacio: "No era un seductor; era la seducción misma".

Probablemente no exista en la historia de España un ejemplar que encarne de manera tan atractiva los valores de una raza. Su biógrafo, el escritor Andrés Amorós, sostiene que a Ignacio Sánchez Mejías muy pocos se le podían comparar en el siglo XX, y pone los ejemplos de Chaplin, Lawrence de Arabia o Picasso para ilustrar su contrastada personalidad.

Quienes lo trataron lo definen como brusco y tierno al mismo tiempo. Era un portento físico, su popularidad fue enorme, tuvo el cariño del pueblo, gozó del amor de las mujeres, de la admiración de los hombres y del respeto de los artistas. Además de uno de los más grandes toreros de la historia, su leyenda encierra las facetas de novelista, dramaturgo, poeta, articulista, jugador de fútbol y de polo, empresario promotor, automovilista y piloto de aviación, actor, presidente de la Cruz Roja de Sevilla y del Real Betis Balompié.

Y, por si ello no fuera suficiente, actuó de mecenas de la Generación del 27, convirtiéndose en su padrino. Rafael Alberti llegó a formar parte del paseíllo en su cuadrilla, y Miguel Hernández se encargaría de dar lustre a su memoria. García Lorca se inspiró en su muerte para dedicarle la elegía posiblemente más hermosa de la poesía española, con permiso de Jorge Manrique y sus "Coplas". "¡Ay que terribles cinco de la tarde! / ¡Eran las cinco en todos los relojes! / ¡Eran las cinco en sombra de la tarde!". Ignacio fue uno de los toreros que mejor resumen el idilio entre toros e intelectualidad.

Hijo de un acomodado médico sevillano, a los diecisiete años se embarcó como polizón en un barco con destino a Nueva York y fue detenido en la aduana por la Policía, que lo acusó de pertenecer a un grupo anarquista. Su hermano, que vivía en México, consiguió que lo dejaran libre, y pasó en ese país una larga temporada antes de regresar a España. En Morelia debutó como banderillero.

No se puede decir que Ignacio Sánchez Mejías descuidase su técnica, pero lo que más sobresalía en él era su valor. Toreaba, como se suele decir, para los adentros, y se proyectaba hacia afuera como un héroe de su tiempo. Tomó la alternativa en 1919, en Barcelona, de manos de dos de los más grandes diestros: su amigo de la infancia y del alma, Joselito, y Belmonte.

El crítico de sus faenas

Por "la Argentinita" conoció a Federico García Lorca y por éste a sus amigos: Guillén, Bergamín, Dámaso Alonso y Gerardo Diego. Se enfrentó a los empresarios taurinos, quienes trataban de impedir que los toreros cobrasen más de 7.000 pesetas por corrida. Exigente consigo mismo pero valiente en la vida como lo era en los ruedos, llegó a escribir para los periódicos las críticas de sus faenas. Y lo hacía con mayor solvencia que los periodistas corruptos, a los que atacaba sin descanso.

Luego se retiró durante unos años y dedicó su empeño a apadrinar la Generación del 27 en el tricentenario de Góngora. Abrazó las vanguardias hasta el punto de que su producción dramática, tres obras entre las que destaca Sinrazón, estrenada en el teatro Calderón de Madrid, en 1928, incluye como estrategias argumentales el psicoanálisis, la psiquiatría y la locura.

Ahora la editorial Berenice, del grupo Almuzara, después de dar a la luz su novela La amargura del triunfo, ha editado Sobre tauromaquia, un trabajo coordinado por el profesor de la Universidad de Sevilla Juan Carlos Gil en el que se recogen sus artículos periodísticos, conferencias y entrevistas que realizó en defensa de los toros.

Justo cuando no corren los mejores tiempos para la tauromaquia, leer a Ignacio Sánchez Mejías, reflexivo con la palabra, temerario en los ruedos y deslumbrante en la vida, es rendirle homenaje a la inteligencia y a la gloria de un personaje de película, uno de los más singulares de este país.