El veneno de la gran literatura

"Vidas imaginarias, que es como si vinieran de un Pierre Michon aliñado con vitriolo, nos asaltan con sus nombres de pila y se convierten en punta de lanza hacia el abismo donde se precipitan lo más noble y lo más indigno del paisaje literario"

Portada de "La vida secreta de Ricardo Bolaño" de Montero Glez

Portada de "La vida secreta de Ricardo Bolaño" de Montero Glez / Levante-EMV

Alfons Cervera

Alfons Cervera

No sé si me había pasado alguna vez. Con otros libros. A lo mejor sí. Pero no lo sé. Encontré La vida secreta de Ricardo Bolaño en la librería Gil, de Santander, en uno de esos viajes que haces con tus libros y compruebas que las escrituras ajenas alivian el cansancio y, si no eres un imbécil, también esa solemne tontería que llamamos ego o algo parecido. Supe de Montero Glez hace muchos años. Cuando mi amigo y profesor de literatura española en la Universidad de Grenoble, Jean-François Carcelen, me dijo que estaba traduciendo una de sus novelas.

No soy adicto a los inventarios literarios de ninguna clase. Ni redes ni nada que te saque de tus casillas. Donde vivo, que es donde nací, hay un autobús de línea a las siete de la mañana y regresa de la capital valenciana a las cuatro de la tarde. Y ya no te digo de los otros servicios. La sanidad pública y esas extrañezas. Las telecomunicaciones, que son como ir a pedales por la cordillera de los Andes. La luz va y viene como si Edison estuviera haciendo las primeras pruebas de su invento allá por las postrimerías del siglo XIX. Es como si la vida no fuera en serio todavía. Para que luego vengan cuatro listos ofreciendo pócimas contra la despoblación que parecen sacadas del tarot. En fin, que me lío cuando hablo de ese cuento chino de la España vacía (no tiene solución, ¿está claro?: que dejen de vendernos motos) y lo que quería era contar lo que estuve a punto de hacer cuando llevaba leídos los tres primeros capítulos de los cinco que tiene el libro de Montero Glez. Pues muy sencillo: lo cerré, respiré hondo, me pregunté que de dónde había salido esa maravilla extraterrestre y pensé en la manera de localizar al autor para decirle que su libro era el no va más, que gracias por haberlo escrito, que por inventarse cosas como La vida secreta de Roberto Bolaño valía la pena dedicar los mejores (o los peores, da igual) ratos de tu vida a la literatura. No lo hice. Me relajé un poco y seguí con la lectura. Aún tuve algún ataque de localizar al escritor para abrazarlo aunque fuera por teléfono o mail, pero poco a poco lograría vencer los arrebatos y pensé que lo mejor sería decirle lo que pensaba de su libro en estas páginas periodísticas dedicadas a la literatura.

«La escritura es lo desconocido», escribe Marguerite Duras, uno de los numerosos nombres que salen en estas páginas de dimensiones absolutamente inabarcables. Es un personaje secundario, casi un caneo imperceptible. Pero me sirve para apostar aquí por esa escritura que nos llena de un desasosiego raro, de ese desasosiego que impregna (vaya palabra horrible) lo que se escribe y lo traslada tal cual a la lectura con una mezcla increíblemente eficaz de horror y de belleza. «La realidad siempre se ha nutrido de lo imaginable, y el arte consiste en embaucar de tal manera que, al final, se acaben tomando por verídicos asuntos más propios de la leyenda que de la realidad». Eso, palabras del escritor, es palmo arriba palmo abajo, este libro imbatible. Vidas imaginarias, que es como si vinieran de un Pierre Michon aliñado con vitriolo, nos asaltan con sus nombres de pila y se convierten en punta de lanza hacia el abismo donde se precipitan lo más noble y lo más indigno del paisaje literario. Cómo olvidar ese párrafo en que reivindica los nombres que «devolvieron la música a la literatura». Una música que en este libro, anclado ya entre mis cosas favoritas -como en una canción de John Coltrane-, tiene las mejores trazas de un género rabiosamente inmortal: «Porque una vez que pruebas el veneno del flamenco ya no hay manera de volver atrás». Ahí ese capítulo grande dedicado a Agujetas, en una revisión de La dama de blanco lo mismo de fantasmagórica que en su versión original. O cómo a la entrada del capítulo El pintor bilingüe tengo anotado con la más torpe de las caligrafías: «de lo mejor que he leído en mi vida». Y cómo no grabar, en la piedra de ese cementerio en que demasiadas veces descansa la memoria, el nombre de Grisélidis Réal, la mujer que mezcló como nadie la prostitución y la literatura (El negro es un color) y las dejó caer justo al lado de donde reposa Borges en el ginebrino Cementerio de los Reyes: no sé si esa presencia intempestiva agudizaría la asustadiza ceguera del escritor en su descanso eterno. Seguro que sí, conociendo al uno y a la otra.

Finalmente no me puse en contacto con Montero Glez para agradecerle que hubiera escrito La vida secreta de Roberto Bolaño. Pero no importa. Como esos «personajes de ficción» en que también nos convertimos los lectores, le digo, desde este lado del umbral abriendo las puertas a la fascinación (como cuando habla de William Burroughs), que escribir es evitar el secuestro a manos de esa «prosa flácida» que, según apunta él mismo en una conversación con Bolaño, llena «la literatura actual escrita en castellano». No llamé ni escribí a Montero Glez mientras duró la lectura de su libro, un libro que consta ya en mi lista, tan reducida como implacable, de escrituras necesarias. Se lo digo aquí, en estas páginas que son como uno de mis mejores cuadernos de bitácora cuando no quiero extraviarme por los cuentos chinos de esa literatura que se escribe a gusto del consumidor. Así que, si su más que segura economía precaria se lo permite, lean este libro, ¿vale? Y quedo a su entera disposición para recibir la gratitud infinita o las hostias que mi tan efusiva como a lo mejor torpe sugerencia se merece. A ver.

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