Que el sentimiento identitario valenciano es más bien discreto, que las heridas de la estéril y fratricida fractura social que provocó la batalla de Valencia tardarán en suturar y que la retórica anticatalanista aumenta en proporción directa a la cercanía de las citas electorales y al agobio que sufren los inquilinos del Palau de la Generalitat son ya verdades incontrovertibles. Con estos condicionantes, nada hace presagiar que la celebración del 9 d´Octubre se convierta en un acto de afirmación valencianista y exaltación del autogobierno que contribuya a la cohesión social y exhiba el orgullo patrio. Durante los años en que el crédito engrasaba todos los resortes de la economía nacional, la fiesta se había transformado ya en una excusa para prolongar un fin de semana de vacaciones y descanso. Las playas y los restaurantes estaban llenos mientras la procesión cívica languidecía pese a la abundancia de canapés que se servían junto al Palau de la Generalitat. La austeridad ha suprimido el copetín y ha acabado por arrinconar las reivindicaciones valencianistas. El Nou d´Octubre no acaba de concitar unanimidades colectivas. Frente al entusiasmo que muestran los incondicionales se imponen los grupos de ciudadanos que se sienten agraviados por cualquier decisión política y que aprovechan la cercanía de las autoridades y los periodistas en busca de un altavoz que multiplique su protesta. Es verdad que se han superado los amargos años de los incidentes, pero lo que queda dista mucho de ser una fiesta colectiva.