Si la propuesta de potenciar la presencia de las fiambreras en los colegios no hubiera arraigado también en otras autonomías españolas podríamos pensar que la política de las ocurrencias e infinitas improvisaciones se había vuelto a instalar en el Consell justo cuanto más serenidad y dosis de realismo se requieren para afrontar la crisis. Pensar que las tarteras van a solucionar las penurias y estrecheces económicas que sufren muchas parejas valencianas a la hora de programar el menú familiar es tan disparatado como cambiar de la noche a la mañana la planificación de los comedores escolares para dar cabida a ese nuevo dispensario de alimentos precocinados sin prever las necesidades logísticas y sanitarias que impone tal medida. Si las familias menos pudientes mantienen su costumbre de sentar a sus hijos en la misma mesa que comen los padres o los abuelos el problema estará resuelto sin la obligación de cargar los recipientes y recalentar los platos en las escuelas.

Tan llamativa como la propia iniciativa ha sido su gestión por parte del gobierno valenciano. Propuesta como una medida de ahorro, ha acabado convirtiéndose en otra partida de gasto que contradice la austeridad proclamada machaconamente por los dirigentes del PP. La Conselleria de Educación ha pasado de estudiar el cobro de una tasa a las familias que llevaran fiambreras a ofrecer 1,45 euros por niño a los centros docentes, un insólito cambio de estrategia que se hace más incomprensible si lo comparamos con la actitud mostrada por sus homólogos del PP en Madrid, cuya consejería cobrará 3,8 euros a los padres sin admitir vetos en la red docente. Aquí damos, literalmente, de comer aparte.