La crisis destruyó 2.900.000 empleos en el sector privado español mientras que en el sector público se crearon 289.000 desde 2007, según dijo el propio Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados. Obligado por la Unión Europea, el presidente del Gobierno anunció el recorte más duro de la historia reciente de España con el fin de evitar un desastre colosal. Pero ningún ajuste será suficiente mientras no se corrija semejante desproporción. Encarrilada la reestructuración del sistema financiero, responsable en buena medida de los males que nos aquejan, España tiene que devolver lo que le prestarán para sanear sus bancos y acometer la gran reforma pendiente para dotarse de una Administración que pueda pagar.

La perseverancia en una política económica errada, además de errática, tiene sus consecuencias. Con su auto de fe del miércoles, Rajoy ha venido a reconocer lo que hasta hace unos días él y su Gobierno negaron: la intervención europea sobre la economía española es un hecho. La troika comunitaria ejercerá el control sobre un préstamo bancario que, desde luego, no servirá para sacar al país del atolladero en que se encuentra. Tampoco es seguro, a falta de una mayor definición, que esto se vaya a lograr con el ajuste de 65.000 millones anunciado por el presidente del Gobierno. Fundamentalmente porque los severos recortes afectan sobremanera a las economías que inciden sobre el consumo, favoreciendo que el estancamiento privado siga alimentando el endeudamiento público, y apenas reducen el tamaño del Estado autonómico y las administraciones, verdaderos ejemplos de dilapidación de los recursos del erario.

La mayor fuente de desconfianza de la UE y de los mercados hacia a la economía española procede precisamente de ahí. De hecho, estos últimos volvieron a responder de manera desfavorable para España con subidas de la prima de riesgo tras los recortes anunciados en el Congreso, y el propio Gobierno pudo comprobar en el Consejo de Política Fiscal y Financiera que resultará complicado embridar el gasto de la autonomías, teniendo en cuenta que incluso algunasde las que se encuentran gobernadas por el PP —Castilla y León y Extremadura— mantienen una rebeldía contra el límite del déficit impuesto por Rajoy.

En las actuales y tristes circunstancias, el país tiene ante sí dos alternativas: seguir en el euro o salir de él. Dado el vértigo que produce esto último, la opción, en las actuales circunstancias, es continuar, pero ha de ser en determinadas condiciones. España se encuentra ante un rescate similar al que han sufrido otros países de la eurozona que, sin embargo, ya no padecen el castigo de tener que acudir a los mercados para financiarse cada día con bonos más caros. En el caso español, hay que cumplir además 32 estrictas condiciones como consecuencia de la línea de crédito solicitada para recapitalizar los bancos. El Gobierno, que negaba obstinadamente hasta hace muy poco que Europa exigiese unas contrapartidas significativas, se está dando cuenta de que quien pone a disposición de una banca nacional la suma de 100.000 millones de euros es lógico que pretenda fiscalizarla, sobre todo después del último escándalo en Bankia. Resulta imprescindible la reestructuración del sector financiero, ya en marcha, y el rescate a los bancos, aunque se está cayendo en la equivocación de tratar por igual a todas las cajas y gestores de cajas cuando es evidente que no todos son iguales.

El error de Mariano Rajoy es que, aunque con mayor intensidad y en una situación límite, está haciendo lo mismo que su predecesor, José Luis Rodríguez Zapatero: ir detrás de las órdenes de cornetín de Europa, en vez de haberse decidido a abordar tras ganar las elecciones un plan de ajuste adaptado a las necesidades de un país en el que la elevada deuda privada está arrastrando a la pública (las familias y empresas deben algo más de 2 billones de euros y las administraciones, más de 0,7 billones). Si Rajoy hubiese tomado la iniciativa, ello habría permitido iniciar el camino de la recuperación y empezar a ver algo de luz al final del túnel. Probablemente estaríamos en la búsqueda del círculo virtuoso. Como no fue así, seguimos descendiendo peldaños y con un horizonte pesimista.

Lo que pretende ahora el presidente del Gobierno de manera desesperada es aplicar un último parche a ver si evita un rescate general del país. Pero el ajuste, a pesar de su magnitud y a falta de conocer aún la letra pequeña, no va a ser el último. Queda pendiente de modo inevitable la reforma de la Administración. Según datos del Ministerio de Hacienda, el número de empleados de las administraciones públicas ha aumentado un 6,61 por ciento durante la crisis: en junio de 2011 había un total de 2.690.099 trabajadores, 178.061 más que en enero de 2007.

Ya en 2008 uno de cada 22 valencianos era empleado público. Sector que ha crecido hasta hacerse tan mastodóntico como inasumible para los ciudadanos esquilmados de este país. En vez de adelgazar el aparato burocrático del Estado, las autonomías y los ayuntamientos, ajustando el gasto a la recaudación, se ha optado por desincentivar la apuesta por el crecimiento, por desviar recursos del poder adquisitivo y frenar la capacidad de compra del contribuyente.

Reducir el gasto en las parcelas que el Gobierno pretende hacerlo y tratar de aumentar los ingresos vía impuestos no parece lo más adecuado, teniendo en cuenta que en una fase de escasa actividad se pueden subir los tipos del IVA todo lo que se quiera sin que la recaudación crezca lo esperado. La gran reforma que consiste en conseguir un país más competitivo sin poder devaluar la moneda está todavía pendiente y una medida necesaria es disponer de una Administracion asumible. Hasta conseguirlo, vamos dando tijeretazos al bienestar social que no contribuyen a la reactivación de la economía.