La utilización de los coches oficiales por parte de altos cargos de la Administración es objeto de polémica de forma recurrente por el uso inadecuado que se hace de los mismos. Según se puede extrapolar de los datos presupuestarios de la Generalitat, el centenar largo de vehículos de su parque móvil consume al año en torno a los dos millones de euros en combustible. En cabeza, lógicamente, el coche del president, que el año pasado gastó 53.000 euros. Pero detrás va toda una serie de vehículos al servicio de consellers, subsecretarios, directores generales y jefes de servicio, en principio sólo para sus actos oficiales. Sin embargo, en no pocas ocasiones esa frontera del acto oficial tiende a confundirse con la del acto de partido o incluso con la del uso particular. Ayer mismo, este diario publicaba una fotografía de más de una decena de coches oficiales a la puerta de la sede regional del PP, muchos de ellos estacionados sobre la acera de un pasaje peatonal. Y un poco antes levantó ronchas que una concejala del Ayuntamiento de Valencia había instalado en el vehículo una sillita de niño para su hijo. Eso sin contar malas prácticas, como aparcarlos durante horas con el motor en marcha con el fin de encontrar el habitáculo fresco cuando los vuelvan a utilizar. Las administraciones deben afrontar en serio la racionalización del uso de este tipo de transporte, incluso si es necesario resolviendo contratos de alquiler para no dejarlos simplemente quietos en el garaje, como en el caso del consistorio del Cap i Casal. No se trata tanto del ahorro que supondría, como de un gesto que demuestre morigeración en los administradores de bienes públicos.