A los políticos se les puede poner a caldo. A los jueces, no. Los primeros forman el Legislativo y el Ejecutivo. Los últimos, el Judicial. Si criticas a los jueces, socavas el sagrado Estado de Derecho, una hejería penada con castigos impensables. Si mancillas a diario a las Cortes o repruebas al Gobierno —los otros dos pilares bendecidos por la Constitución y el sistema representativo— atacando no sólo a las instituciones sino a cada uno de los elementos que las conforman, hasta puedes ganar un premio al ingenio. Según la asociación Jueces para la Democracia, sólo pueden ser cuestionadas las resoluciones judiciales, «pero las críticas deben expresarse con alegaciones jurídicas motivadas». Los jueces, ellos mismos, se ponen a salvo. A los demás pilares, que les zurzan. Y se defienden: es que las críticas que recibimos son partidistas. Naturalmente. Ésa es la salsa de la democracia, su fundamento y su biotopo natural. ¿O es que los partidos políticos están fuera de la Constitución y son una especie de aliens pululando por el cosmos? ¿Es que las divergencias sobre los hechos no son consustanciales al sistema abierto en el que se objeta la Verdad única?

Rita Barberá ha pedido un debate sobre la independencia de jueces y fiscales. Su petición emana de un contexto: el caso Camps, que no beneficia a su partido. Se siente perjudicada y lanza un temblor sísmico. Si los casos judiciales le favorecieran, aplaudiría sus determinaciones. ¿Hubiera dicho lo que ha dicho Barberá en una coyuntura neutra, sin formar parte de los episodios que lastiman a su partido? Probablemente, no. Pero, a partir de ahí, ¿tiene o no tiene razón? Ésa es la clave.

Uno cree que, en parte, sí. La democracia es un debate permanente, y del debate no se puede excluir a jueces y fiscales, aunque Barberá establezca su impugnación a la totalidad porque hoy le conviene (la Justicia es «justa» según sus resultados). Y uno piensa que hay que desacralizar la figura de los jueces y desmitificar el poder estamental que ostenta el colectivo, rehén en ocasiones de sus movimientos gregarios. ¿Es esto atacar el Estado de Derecho? ¿Socavar la credibilidad de los tribunales? ¿Impugnar la esencia de la democracia? Se impugnaría la democracia si uno de sus cimientos persistiera en ser un coto cerrado, impermeable a cualquier reprobación o censura. En todo caso, ¿por qué la credibilidad de los jueces no se ha de poder cuestionar y sí la de los políticos, periodistas, médicos, amas de casa o artistas del circo? El Judicial es un poder que se controla a sí mismo, que se supervisa orgánicamente, que no posee oposición —la raíz democrática— y al que, por lo que se observa, tampoco se le puede criticar. Su endogamia no es circunstancial. Y posee todas las condiciones para que emerjan adulteraciones de calado. Por otro lado, un juez no es un ente: es un vecino más y, por tanto, susceptible de bañarse en apriorismos y recibir influencias partidistas más allá de su ideología. Eso sí, busca la Verdad, como sostiene el magistrado Juan Montero en la pieza antológica —confieso mi debilidad— suscrita para refutar los recursos del letrado Boix: «Está la búsqueda de la verdad (no de la material o de la formal, sino de la verdad única, pues no hay clases de verdad) en el proceso, como requisito imprescindible para llegar a una decisión que pueda calificarse de justa (en el sentido de ajustada a derecho)». Y añade Montero: «No todo vale para lograr esa pretendida verdad, dado que existen principios que comportan un mayor valor para la tutela de los derechos fundamentales de las personas». ¿Es opinable? Y tanto. Hasta Heidegger podría rebatirle, puesto en el brete. Y quizás un común mortal: ¿Una sentencia que pueda calificarse de justa? ¿Sólo basta la apariencia? Montero echa el freno: la posibilidad de poder calificar algo —o no— significa una apertura del foco excesiva, incluso alegando la «cientificidad» de la materia jurídica en cuestión.

Tan opinables son los asuntos que, si nos abstraemos del carácter político que envuelve la peripecia judicial de Camps, no deja de ser paradigmático que distinguidos juristas —y no conservadores— opinen que en el caso de los trajes se esté produciendo la inversión de la carga de la prueba. A Camps se le está pidiendo, al fin y al cabo, que demuestre que ha pagado los trajes. El proceso natural se ha de resolver en sentido contrario. Son los actores de la Justicia los que han de demostrar el delito. En cambio, éste parece un caso en negativo. Como si los juristas estuvieran aplicando los criterios de falsabilidad científica del señor Popper.

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