En el debate permanente sobre mecanismos y medidas para mejorar la educación brilla con luz propia en los últimos meses el de la figura del profesor y la autoridad que tiene o debe tener. Normativas impulsadas recientemente otorgan a los docentes la condición legal de autoridad, con sanciones para los casos en los que se cuestione o atente contra ella, pero ese cambio legislativo no produce mejoras de forma automática en el clima de las aulas.

En el debate organizado por este diario al respecto, cuyo contenido se publicaba en la edición de ayer, quedaban claras las posturas de cada parte: Los padres quieren —y necesitan— ser permisivos y autoritarios a la vez, y desean que los profesores empleen el diálogo; los alumnos quieren un docente que les dé confianza sin imposiciones, convencidos de que la buena relación dará resultados; y los maestros esperan un marco de actuación claro, definido, que acabe con la situación de «manos atadas» que los sujeta entre la presión de padres e hijos.

El reparto de responsabilidades se perfila como la mejor solución para evitar los conflictos. Las autoridades educativas tienen la obligación de reforzar la figura del profesor y proporcionarle instrumentos, también de formación continua, para que pueda dirigir el aula hacia el aprovechamiento; los alumnos habrán de aplicarse en su formación a sabiendas de que sus actos tendrán consecuencias y los padres habrán de colaborar con ambos para conseguir su objetivo.