?Arturo Tuzón, empresario que durante varios años vivió en el País Vasco (sus suegros regentaban una parada de frutas en Merca Bilbao) y aficionado a la pilota valenciana (gestionó el trinquete de Pelayo desde principios de los 80), recogió a un club al borde de la desaparición. Recién descendido a Segunda y agobiado por unas deudas que superaban los 2.000 millones de pesetas, propició que, en tiempo récord, el Valencia recuperase su grandeza internacional.

En la regeneración no hubo milagros. Tuzón, al lado de su mano derecha, Pepe Domingo, y otros colaboradores como Vicente Silla, José Peris Frígola o Vicente Alegre, apostó con pasión por una política basada en el trabajo, la prudencia y con un bloque de jóvenes futbolistas de la casa que llegaron a jugar sin cobrar. En aquellos años heroicos el respeto al escudo estaba por encima de cualquier otra consideración. En 1987, con Alfredo Di Stefano en el banquillo, el club ascendió a Primera. En dos temporadas, a las órdenes del uruguayo Víctor Espárrago, el Valencia regresaría a competiciones europeas y firmaría un subcampeonato de Liga en 1990. De haber existido en esa época el actual formato de la Liga de Campeones, el Valencia se habría codeado cada año con las mejores escuadras del continente. Las gradas de Mestalla se repoblaron: de 16.000 socios se pasó a 30.000, las cuentas quedaron saneadas y el club pudo volverse a permitir el fichaje de futuras figuras internacionales como Penev y Mijatovic.

Con el equipo asentado de nuevo en la elite, Tuzón no pudo evitar en 1992 que el Valencia tuviera que reconvertirse, por imperativo legal, en sociedad anónima deportiva. Una transformación que se podría haber evitado. El club ya no tenía números rojos, y debería haber sido una excepción más, como el Real Madrid, Barcelona, Athletic y Osasuna, que continuaron perteneciendo a sus socios, pero fallaron los apoyos políticos. Tuzón se mantuvo en la presidencia, pero la entidad y el mismo fútbol estaban cambiando. Dirigentes, como Tuzón, de la antigua escuela, que preferían mantener su gestión en un discreto segundo plano, sin ostentar más notoriedad pública que la mínima que exigía su cargo, dejaron paso a una nueva etapa marcada por las ambiciones de poder y el desembarco de directivos que vieron en el fútbol un trampolín perfecto para saciar la vanidad de ser reconocidos socialmente, o para dar el salto a la política. Tuzón, antítesis de la fanfarronería, era un extraño en ese nuevo escenario.

La gestión de Tuzón no gozó del desenlace merecido. El frágil equilibrio interno del primer consejo de administración como SAD no tardó en romperse. Francisco Roig, uno de sus consejeros, le declaró una batalla sin cuartel, arropado desde varios focos mediáticos, exigiendo, con una oratoria no exenta de demagogia, un salto de calidad que retornara al Valencia a los títulos. El desgaste tuvo episodios sangrantes, como el ocurrido el 25 de abril de 1993. El PSV Eindhoven, con Romario como estrella, visitaba Mestalla en el homenaje a Mario Alberto Kempes. Roig había dimitido semanas antes del amistoso, como medida de presión para reclamar el fichaje del astro brasileño. El partido fue lo más parecido a una encerrona. Guus Hiddink, que también ansiaba la contratación de Romario, ordenó un marcaje suave. Sin oposición, el delantero carioca anotó tres goles en tan poco tiempo que tuvo que acudir al banquillo holandés a pedir agua porque le temblaban las piernas de cansancio. Aunque Kempes también marcó tres golazos, el desenlace de aquel surrealista 5-6 fue la petición del público, engatusado con Romario: "Suelta los duros, Arturo suelta los duros..." . El presidente que había salvado al Valencia de la peor crisis de su historia no daba crédito a tanta ingratitud. Desengañado y con el corazón delicado, el 24 de noviembre de ese año, poco después de la derrota por 7-0 contra el Karlsruher en Copa de la Uefa, presentó su dimisión.

La lección de sensatez que deja don Arturo, el último caballero, es la mejor enseñanza que el valencianismo puede extraer para afrontar la encrucijada de su futuro.

El último servicio de fidelidad

Incansable y eternamente fiel al club que sacó de la ruina, Arturo Tuzón estuvo al lado de sus ex compañeros y amigos hasta los últimos momentos de su vida. No hace ni tres semanas -el pasado día 5 de este mes- que el ex presidente acudió, pese a la fiebre y el cansancio físico, a defender a su colega Vicente Silla frente a los tribunales. Fue para testificar a favor de uno de los hombres que le acompañaron en su aventura al frente de la entidad, entonces en plena conversión del Valencia a SAD. En 2009, Silla le llamó para pedirle sus acciones para apoyar la causa de Dalport, convencido de las buenas intenciones del ex dirigente Vicente Soriano. Entre los títulos de Tuzón, los suyos propios, los de Jesús Barrachina, Carlo Cicchella, José Peris Frígola y Vicente Cuquerella, Silla aglutinó 8.000 acciones mediante un acuerdo verbal, sin papeles de por medio. Una vez fracasó la operación Dalport, el ex directivo devolvió los títulos a sus propietarios.

Pero Barrachina se enfadó y llevó el asunto a los tribunales por sentirse "engañado". Tuzón fue a declarar hace pocas semanas en defensa de Silla, en quien siempre confió.

Entre las coronas de flores que hoy recordarán al ex presidente, una tiene un gran significado. Ha sido encargada, conjuntamente, por Vicente Silla, Manolo Torres, José Perís Frígola y Vicente Alegre, cuatro de los consejeros que estuvieron siempre al lado de Tuzón. Entre los nombres falta el de Pepe Domingo, mano de derecha del ex presidente, fallecido hace unos años, y compañeros de tertulias en las cafeterías de la Gran Vía, la calle que paseó Arturo Tuzón casi hasta sus últimos días. j. m. bort valencia