No hay nada más triste que el olvido. Y esta sociedad es olvidadiza. No le va mucho lo de las efemérides, y cuando se mete a festejarlas llega tarde o se desorienta. No en balde, ahora estamos celebrado el 150 aniversario de Mariano Benlliure, que se cumplía el año pasado. Se olvidó de Renau y casi de Enric Valor o Estellés. La de Jaume I llegó con cabalgata y un chorro de dineral gastado alegremente. Ahora ya nadie se acuerda de aquel pasacalle festivo que cada año iba a reafirmar nuestras glorias a Valencia y para el que se confeccionaron miles de trajes de época que nunca más se han vuelto a utilizar. A la de Joanot Martorell apenas se le supo sacar partido. Al menos, en cuanto a su extensión educativa y participación social.

Hace unos años, cuando Barcelona conmemoró el Año Gaudí la ciudad tuvo más de cuatro millones de visitantes y los espacios diseñados por el genial arquitecto se llenaron de visitantes. Cataluña resituó a Gaudí en el mapa y, además, le sacó mucho partido económico e impactos mediáticos, como decía Settembrini, el que se los llevó con las bienales de nuevo rico que le compraron en tiempos de Zaplana y luego fue condenado por no pagar la vivienda donde residía.

La conmemoración de Gaudí tenía mucho de excusa turística porque, al margen de un par de exposiciones, el resto consistía en visitar edificios, y los de Gaudí llevan puestos en el mismo sitio muchos años. ¿Pero qué hicieron? Poner de acuerdo a la delegaciones de turismo y cultura de todas las instituciones catalanas y lanzar una campaña a través de los touroperadores. Todo un éxito.

Aquí, en cambio, mientras casi un año antes debería de estar sobre los mostradores de los mejores hoteles de Barcelona y Madrid y en mano de los cruceristas, por ejemplo, el programa del Festival del Mediterráneo que organiza el Palau de les Arts y cuyo objetivo es atraer público extranjero, no se sabe todavía ni su presupuesto, ni su oferta. Y eso que estamos a pocos meses vista y la venta de entradas anticipadas serviría para ir amortizando ya los gastos y financiar las producciones. Es sólo un ejemplo de «política de planificación».

Venía esto de las celebraciones y conmemoraciones a cuento porque este año se cumplen 20 años de la muerte de Carles Mira, junto a Berlanga y Albaladejo, seguramente el cineasta de más larga trayectoria y uno de los grandes de nuestro último cine. Y nadie se ha acordado. Bueno, sí sus amigos. Pero no parece que la Filmoteca lo tenga en agenda, al menos no figura nada en la información que ofrece. Así que no está de más recordarlo.

Porque, de no estar en lista, aún llegamos a tiempo de apagar la luz, recuperar su cine, devolver a los cinéfilos su producción y descubrir a las nuevas generaciones de aficionados a un director iconoclasta, atrevido, divertido, mordaz y al que le gustaba tocar algo más que la fibra. Lo hizo con películas como El rey del mambo, Con el culo al aire, Que nos quiten lo bailao y sobre todo La portentosa vida del pare Vicent, entre otros títulos.

Mira, bien es cierto, tuvo sus altibajos, pero en ninguna de sus películas faltó la ironía y los chorros de ácido sulfúrico hacia la sociedad que le acompañaba, o sea la nuestra.

Ayudante de José Luis Gómez y hermano de la actriz Magüi Mira, Carles era un tipo de compromiso y recto; uno de los nuestros. Murió en enero de 1993 a causa de una leucemia, muy joven aún. Iba camino de ser el nuevo Berlanga, como así lo reconoció el propio cineasta para quien hubiera sido un buen heredero de su mordacidad. Carles Mira lo merece. Y su cine, más.

Vista la escabechina en RTVV, y la forma en que ha acabado „hundida en audiencia y esquilmada en euros„ ya hemos comprobado en qué se ha convertido aquel star system valenciano que, según el entonces conseller de Cultura, Esteban González Pons, nos iba a generar la pantalla amiga. Será star system de vaqueros, indios, animales y reposiciones prehistóricas. Star system de enchufados, presuntos de todas clases, cargos, amigos y profesionales despedidos arbitrariamente con el motorista del presente: el correo electrónico.