Para ganarse el aplauso sincero del público, los músicos dedican incontables horas a la perfección de su técnica. Un esfuerzo invisible que requiere de la coincidencia de dos factores: la constancia del estudiante aplicado y la paciencia infinita de sus vecinos. En la Comunitat Valenciana, donde más de 50.000 músicos ensayan cada día entre las paredes de sus casas, los contenciosos con el vecindario son el pan de cada día, sobre todo en las grandes ciudades, donde los poderes de Santa Cecilia, patrona del gremio, parece que se diluyen.

Insonorizar o huir

El padre de una niña de trece años que estudia piano en el conservatorio José Iturbi de Valencia prefiere mantener el anonimato por temor a que se reavive el conflicto con su vecino. «Se quejaba de que mi hija tocaba demasiadas horas, cuando apenas estudiaba en casa. Tuve miedo de que a la niña, aún por madurar, se le creara un trauma, se autocensurase y dejase de practicar». La solución fue drástica. «Me gasté 14.000 euros en insonorizar el cuarto de estudio y ahora es como si la habitación flotase dentro de la propia habitación, para que el poco sonido que se escapa se pierda entre la capa absorbente y la pared».

Para esta familia, el origen de la problemática radica en la regulación que se aplica. «No entiendo que se compare a una persona que está tocando un instrumento con otra que usa una herramienta de bricolaje. La ordenanza equipara la música con el ruido „con una sanción de entre 60 y 600 euros„, y si le molesta a un vecino, se puede denunciar. Habría que estandarizar la norma, con unos parámetros objetivos», concluye el padre de la prometedora pianista, quien subraya que fue amenazado con una cita en el juzgado.

La que sí fue demandada fue Meritxell Lanau, una estudiante de trombón de 23 años que tras dejar su Barcelona natal para acudir a las clases de un prestigioso profesor en Valencia, se dio cuenta de que hay oídos muy finos en la capital del Túria. «A los pocos días de que tres músicos nos trasladásemos a un apartamento cerca del conservatorio, vino la policía a decirnos que estábamos molestando, y que si no parábamos de tocar habría denuncias. Al final nos llegaron dos, pero nos cambiamos de piso y el asunto no fue a más». Según Meritxell, «la gente no sabe que para nosotros también es un ´rollo´ estudiar en casa, pero no hay alternativas. Está el conservatorio, pero en algunos, como el Superior de Valencia, hay pocas cabinas de estudio y no se abre los fines de semana». Demasiados obstáculos para sembrar una carrera profesional. «Queremos tener músicos de primer nivel y nos llenamos la boca con que en las grandes orquestas hay muchos españoles, pero la mayoría se han tenido que ir fuera a estudiar o han tenido muchos problemas aquí», reflexiona esta joven catalana, que tiró de imaginación para encontrar un sitio donde hacer sonar su aparatoso instrumento. «Estuve en una banda del Cabanyal que me dejaba su local para estudiar a cambio de que yo tocara con ellos en los conciertos, pero no pude aguantar más de dos años».

De hecho, en este barrio marinero se vive uno de los fenómenos que mejor refleja la escasa tolerancia con los efectos de la práctica musical. La banda de cornetas y tambores «Mare Nostrum», ha dejado de concentrarse en las calles del distrito marítimo. Han optado por migrar a los polígonos industriales sin población que pueda verse afectada por las particulares notas de las cornetas. Lo mismo hace la banda Sant Lluís Bertran, de la Fonteta.

Más comprensión ha encontrado Elena Doménech, alumna del grado superior de piano a sus 21 años. «Tengo suerte con los vecinos, porque no se han quejado mucho. Entiendo que a veces resulte pesado escuchar como repites un pasaje mil veces, porque estudiar no es lo mismo que interpretar una obra. Yo mismo sufrí lo que supone tener dos vecinos violinistas». Sin embargo, Doménech no está demasiado conforme con las condiciones de estudio que ofrece el conservatorio. «Hay unas treinta cabinas para cientos de estudiantes, y sólo te dejan que la ocupes una hora y media, cuando esta carrera exige trabajar muchas horas. A mí me han penalizado por pasarme veinte minutos del tiempo estipulado y ahora estoy sancionada con quince días sin cabina, por lo que sólo puedo estudiar en casa. Y claro, no me puedo bajar el piano al parque», bromea. Por lo que se cuenta en los corrillos que se arman entre clase y clase, Elena tiene claro que existe un déficit de cultura musical en las casas. «Hay mucho intransigente. Una cosa es el ruido y otra la música, y aquí se confunden. En esta ciudad se tiene la imagen de la banda, de la música en la calle, pero la gente no sabe que también hay que estudiar».

Los horarios del sentido común

La marca que luce en su cuello le delata. Jaime de Castro toca el violín, y aunque prefiere darle al arco en el conservatorio, asevera que en su finca el vecindario no se queja. «Si seguimos unos horarios no veo por qué debe haber problemas, al fin y al cabo es nuestro trabajo. En mi caso, puedo practicar de diez a tres y de cinco a diez. Vivo con mi familia y cuando ensayo procuro estar alejado de mis hermanos para que no tengan problemas para estudiar, pero a veces es imposible. Supongo que es algo que hay que aceptar y vivir con ello».

Más estridente es el sonido de la trompeta de Vicente Ivorra, ya con el título de profesional. «No tengo unas horas establecidas, pero, por ejemplo, sé que he de estudiar a partir del mediodía los fines de semana. Con horarios de sentido común no hay quejas. Aún así, algunos piensan que haces el tonto, porque al escuchar que estás haciendo ejercicios se creen que estás tocando sólo por tocar».

El caso de Gonzalo Manglano es peculiar. Los acordes de sus ensayos con la guitarra española no molestan a nadie. No así sus prácticas de canto. «Cuando me he puesto a cantar he escuchado cómo el vecino de arriba daba golpes para que me callara, aunque era en horas normales», relata este miembro del cuarteto vocal Melomans.