Oxana tiene 27 años y una entrepierna con la que se gana la vida. Cobra 35 euros por un servicio completo y 20 por un francés. No hace el griego y no acepta clientes sin preservativo. Llegó a España hace seis años sabiendo a lo que se iba a dedicar, pero no le importó. "No tengo otra forma de ganarme la vida porque nadie me quiere para limpiar o para cuidar abuelitos", dice sin atisbo de vergüenza, sabedora de cuál es su profesión y resignada a ella. Se prostituye cada día en la misma calle del polígono de Catarroja, y cada día también, cuenta por teléfono la misma mentira: "No mamá, yo estoy bien: gracias a Dios sigo fregando platos".

Roxana, evidentemente, es un nombre supuesto porque nadie sabe a qué se dedica y ella no quiere que lo sepan "nunca". Por eso ni siquiera se relaciona con otras prostitutas o compatriotas. "A saber si dentro de unos años nos encontramos en mi país y alguno me reconoce", se excusa. Y ese aislamiento elegido es, precisamente, el que la está volviendo loca: "Hablo sola, estoy los días enteros viendo pasar coches en un polígono y esperando a que pare un hombre, mintiéndole a mi madre aunque sé que sufre igual, y dándome asco a mí misma por hacer lo que hago", explica con la mirada perdida en el suelo.

Roxana ya no soporta más un 'trabajo' que abandonará "lo antes que pueda" para regresar a su Rumanía natal, donde hace años se empleó en el campo. Entonces comía sólo "pan con cebolla y sal" y fantaseaba con cosas mejores; ahora, sueña con aquellos bocadillos.

Memoriza las matrículas

Al llegar a España, Roxana empezó a trabajar en un club , "un lugar más seguro" que el polígono industrial donde ahora ejerce. "La calle no es buena €predica€, y menos para una chica. Se está expuesta a todo y hay muchos locos". Por eso, cada vez que un coche para, ella "memoriza la matrícula" y cruza los dedos. No ha tenido nunca ningún percance a excepción de un enfrentamiento con el cliente de otra prostituta a la que "robó el bolso con el pasaporte dentro". Salió en su defensa y se llevó «un machetazo en la mano» por el que le dieron varios puntos de sutura.

Pese a esos "peligros" y a "los insultos" que soporta de muchas conductoras €'puta, guarra y cosas por el estilo'€ , Roxana prefiere echarse cada día a la calle antes que volver a entrar en un club. "Es como tener un chulo €explica€ y yo sólo trabajo para mí, no para que otro se haga rico". En el que estuvo "tenía que pagar cada día 25 euros por entrar, como si fuera una discoteca, 20 más por la habitación y las sábanas, y otros 10 al hombre que controlaba la sala para que no hubiese problemas". Al final se le iba 'medio sueldo' y prefirió buscarse la vida por su cuenta.

Probó varios lugares hasta que dio con la esquina del polígono de Catarroja a la que acude cada mañana desde hace cinco meses. Llega "en taxi" -vive a varios kilómetros y no tiene coche ni carné- y se marcha de igual manera. Paga "22 euros, once por cada viaje", tras alcanzar un acuerdo con un taxista que diariamente la recoge en su casa o en la zona industrial.

Sólo se queda en Catarroja hasta las cuatro y media de la tarde para evitarse problemas. A las cinco "llegan otras dos chicas rumanas que tienen chulo" y con las que ya vivió un conficto "porque no querían que ocupase su puesto" en el mismo chaflán. Habló con el proxeneta, le aseguró que no trabajaba para nadie, que no pretendía entrometerse en sus intereses y le garantizó que acudiría a la policía si aún así no la dejaban en paz. Sus amenazas dieron resultado y, desde entonces, se prostituye siempre en el mismo punto.

Regateo en los precios

Vino a España 'en busca de dinero»', aunque el negocio es cada vez menos rentable. "¡Claro que se nota la crisis!", contesta sin dudar. "Ya no hay mucho trabajo para nadie, ni siquiera para nosotras. Llevo toda la mañana y sólo tengo 35 euros en el bolso", además de los 20 que 'siempre' guarda en casa "para las emergencias o los días en los que no hay nada de trabajo". El resto, lo ahorra como una hormiguita. Por eso se indigna cada vez que algún cliente intenta regatearle el precio €le han llegado a ofrecer diez euros por un 'completo'€ y aún más cuando pretenden que trabaje sin protección.

"Afortunadamente para mí estoy sana, pero ellos no lo saben. Soy prostituta, trabajo en un polígono industrial en el que no tengo ni agua y hay hombres que pretenden tener relaciones sin preservativo... Es de locos". A su juicio, "los que tanto insisten son precisamente los que padecen alguna enfermedad y no dudan en contagiársela a una prostituta como yo porque para ellos no somos nada".

Tal vez por eso defiende la limpieza como algo «fundamental» en su oficio, aunque no siempre está presente. Utiliza toallitas húmedas para asearse después de cada servicio, no usa perfume y sí «mucho desodorante», pero los clientes no siempre le corresponden. «Hay chicos guapos, con buen coche y corbata que, cuando se bajan los pantalones... ¡apestan!», cuenta con sorna mientras se tapa la nariz. En algún caso, «siempre después de cobrar», les ha llamado la atención porque «no le cabe en la cabeza» que haya españoles que no se lavan. «Hay que ir limpios, aunque sea para acostarse con una prostituta», sostiene.

Ella se ducha todos los días, se frota enérgicamente el cuerpo, se lava el pelo y se limpia «bien la boca» una vez que llega a casa, a eso de las cinco de la tarde. Entonces y sólo entonces, come. Antes no puede porque le da «asco», se siente «sucia» y necesita «lavarse» para arrancarse del todo el disfraz de «mujer de vida fácil», un eufemismo que su castellano básico y barriobajero no le permite comprender. «¿Fácil? Esto no le gusta hacerlo a ninguna, te lo aseguro», explica Roxana extrañada mientras se despide brevemente con la mano y se encamina sinuosa hacia un nuevo y potencial cliente. «Hola», saluda exuberante al conductor de un coche con parasoles infantiles en las ventanillas y una silla de bebé vacía. «¿Cuánto?», le sonríe él.